Las primeras reivindicaciones sociales se produjeron en Francia a raíz de la revolución parisina de 1848. En efecto, fueron los revolucionarios franceses que inicialmente demandaron la protección de una “cuestión obrera” o “cuestión social”, la cual procuraba, entre otras cosas, el reconocimiento del trabajo como un auténtico derecho de carácter social.

 

Estas reivindicaciones, si bien fueron efímeras como consecuencia del fracaso de las revoluciones burguesas, influyeron en el surgimiento de los movimientos obreros en Alemania (concretamente con el programa de Erfurt) y se extendieron por toda Europa central. Su reconocimiento normativa se produce inicialmente en la Constitución de Querétaro (1917) y en la Constitución de Weimar (1919) y, posteriormente, luego de la derrota de los gobiernos fascistas, en la Ley Fundamental de Bonn de 1948. Es a partir de estas constituciones que empieza a consolidarse el reconocimiento internacional de los derechos sociales.

 

El Estado social surge como consecuencia de los grandes desequilibrios generados por el Estado liberal o gendarme, con el objetivo de asegurar una mayor equidad y justicia social. Para esto, el Estado asume la responsabilidad de prestar un conjunto de ayudas y servicios esenciales que permiten a las personas satisfacer sus necesidades básicas. Estos servicios forman parte del contenido esencial de los derechos sociales, los cuales imponen obligaciones estatales positivas o prestacionales tendentes a garantizar unos mínimos vitales para asegurar una vida digna y el goce efectivo de las demás libertades individuales.

 

El Estado social tiene, en síntesis, las siguientes obligaciones: (a) por un lado, la prestación efectiva de servicios públicos y de interés general, que están destinados a ampliar la esfera vital de las personas. Estos servicios deben responder a los principios de universalidad, accesibilidad, eficiencia, transparencia, responsabilidad, continuidad, calidad, razonabilidad y equidad tarifaria (artículo 147.2 de la Constitución); y, (b) por otro lado, el otorgamiento de ayudas o subsidios públicos, los cuales tienen como finalidad la protección de las personas que se encuentran en una situación de dificultad o marginadas. Estas ayudas o subsidios se otorgan de forma asistencial para asegurar la subsistencia o integración social.

 

El objetivo esencial del Estado social no debe consistir en el otorgamiento de ayudas o subsidios públicos para atender a los que quedan marginados por efecto de las relaciones sociales y económicas, sino más bien intervenir en la comunidad social, prestando de forma efectiva servicios públicos y de interés general, para evitar que tal marginación se produzca. De ahí que las ayudas o subsidios públicos deben ser una medida excepcional o subsidiaria.

 

En palabras de Gómez-Ferrer Morant, “el Estado social no puede llegar a confundirse con un Estado asistencial cuyo objetivo sustancial sea atender a los que quedan marginados por efecto del libre juego social, [sino] por el contrario, el fin último es conseguir que esa marginación no se produzca, lo que no impide, obviamente, que en la medida en que tal fin no se alcance, los poderes públicos hayan de llevar a cabo una efectiva labor de asistencia social”.

 

Hoy el Estado es visto como un Estado asistencial, es decir, como un Estado dadivoso que disipa nuestras necesidades básicas -materiales, sociales e intelectuales-. Esta visión del Estado-padre se ha instaurado como consecuencia de la institucionalización de las ayudas o subsidios como la actividad principal del Estado social. Las personas no demandan servicios públicos y de interés general efectivos para poder ejercer dignamente sus libertades individuales, sino que esperan un Estado generoso que resuelva sus problemas inmediatos. Esta situación genera clientelismo político y polariza la sociedad a través de las “coaliciones distributivas” (Olson) que compiten por el favor y las dadivas del Estado.

 

La dependencia a las ayudas y subsidios públicos resulta corrosiva para el sistema democrático y el desarrollo de las personas en un marco de equidad y justicia social. De ahí que la misión esencial del Estado social debe consistir en asegurar el acceso universal y de calidad a un conjunto de servicios públicos y de interés general que permitan a las personas el ejercicio efectivo de sus derechos -de carácter liberal, democrático y social- para poder satisfacer sus necesidades básicas. Por tanto, las ayudas o subsidios públicos sólo deben utilizarse en la medida en que tal fin no se alcance y sea necesario ir en ayuda de las personas marginadas.

 

Ya lo advertía Juan Pablo II, “el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por las preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos”. Por tanto, también en este ámbito de  asistencia a las personas “debe ser respetado el principio de subsidiaridad” (Centesimus annus, 48). El uso in crescendo de las ayudas y subsidios públicos es una muestra de las fallas constante en la prestación de los servicios públicos. El Estado debe crear las condiciones para que las personas puedan pescar y no hacerlas dependientes del regalo del pescado.