La muerte solo acontece como realidad inapelable cuando nos alcanza al fin una referencia concreta acerca de algunas personas de las que ignoramos su desaparición física. Mientras tanto y en ausencia de esa información, en nuestro imaginario siguen orbitando como estrellas que nos alumbran a lo lejos, a pesar de que nuestra intuición nos avise de que ya no están entre nosotros.
Don Mario y Doña Aurora eran un matrimonio vecino del barrio en el que residía mi familia y en mi interior permanecen aun brillando con fuerza en mi memoria como si jamás hubieran partido. Cuando viajo hasta esa pequeña casa ubicada en la calle Tunti Cáceres 256, todo vuelve a mí como si lo estuviera viviendo de nuevo. Puedo recordar con claridad un televisor que jamás logré ver apagado, una mesa con herramientas prestas siempre a reparar zapatos y una puerta lateral situada tras la entrada principal de la casa, que me remite a una familia unida, mediante fuertes lazos, al cordón umbilical del amor. Don Mario era un hombre menudo, extremadamente cariñoso y que disfrutaba con pasión desmedida de la lucha libre ante aquel aparato que presidía su vida. Mientras contemplaba aquellas peleas, él gesticulaba de igual modo y con idéntica intensidad a la mostrada por aquellos inmisericordes pancraciastas que se golpeaban -para deleite de muchos- en televisión. Eran aquellos unos tiempos en los que triunfaba la lucha libre, todo un espectáculo en la pantalla chica que nos hacía creer ciegamente en el feroz y despiadado enfrentamiento entre el bien y el mal, los buenos y los malos. Jack Veneno, el gran héroe de mi generación, llegó a ser tan grande como lo fuera el Santo para los mexicanos. Pero lejos de esa pasión Don Mario cultivaba otra gran debilidad que la igualaba en importancia y era jugar al domino con mi papá y un grupo de amigos en un solar colindante al patio de mi casa.
Las partidas solían comenzar a eso de las ocho de la noche, una vez que todos ellos habían puesto fin a sus labores cotidianas. Por aquel entonces el mundo era bastante sencillo, muy pequeño y las horas se deslizaban con elegante placidez sin la menor angustia. El honor y la palabra empeñada entre aquellos jugadores de domino pesaba en lingotes de oro. Esa generación asumía la vida de modo sólido y yo, por fortuna, fui testigo de algunos hechos de imborrable nobleza.
Don Mario y su esposa tenían tres hijas, la mayor de ellas estaba casada con Rafael, un militar recto y bondadoso. La pareja tuvo tres hijos, dos varones y una niña y tal era la unión entre nuestras familias que mi papá apadrinó al mayor de ellos, Rafaelito. Una mañana cualquiera, mientras mi padre atareado con sus cosas organizaba la salida en su camioneta Chevrolet roja para comenzar el reparto de la leche de la finca de Villa Mella, no se percató de que su ahijado montado en su velocípedo, ensimismado en su nuevo juguete e ignorando por su poca edad todo peligro, se había situado justo detrás de ésta. Infortunadamente y para desgracia de todos, el niño fue arrollado por el vehículo de mi padre. La suerte quizás o el destino hizo que precisamente en ese momento mi hermano César estuviera cerca y pudiera reparar inmediatamente en lo sucedido. En fracciones de segundo saltó como un felino y logró sacar al niño atrapado bajo las ruedas. El accidente fue grave y como consecuencia de ello mi padre fue apresado y confinado en una celda, mientras el pequeño se debatía entre la vida y la muerte. Su padre, aún en medio del terrible dolor que le embargaba y en un acto único de nobleza, se presentó ante el destacamento en el que estaba recluido el mío y con el corazón partido en dos le dijo al comandante del recinto militar que alguien como mi papá, hombre serio y honorable, no merecía estar preso solo por un error humano. Horas más tarde fue liberado sin culpa alguna a su cargo, Rafaelito sobrevivió sin secuelas al accidente y hoy es un hombre trabajador y meritorio empleado de un banco privado. Yo, por mi parte, crecí con esa enseñanza de entereza y de firmeza ante el dolor fijada a fuego en mi interior y es que los valores aprendidos en la infancia jamás se olvidan.