Durante la Navidad, un hombre desesperado llamado George corre hacia un puente cercano. Piensa lanzarse a las aguas para terminar con su vida. De repente, alguien pide ayuda. El buen hombre interrumpe sus pensamientos suicidas y decide salvar al desconocido. Después del acto, George comienza a percibir una cadena de acontecimientos que habrían ocurrido si él no hubiera nacido: su esposa convertida en una mujer que nunca encontró el amor; el hermano fallecido porque George no nació para salvarlo; el farmacéutico encarcelado por un asesinato involuntario que George impidió; cientos de personas arruinadas poque no contaron con su caridad.

Lo que les he narrado es parte del argumento de uno de los grandes clásicos cinematográficos de la historia, Que bello es vivir (It’s a Wonderful Life), de Frank Capra.

La película de Capra se basa en un relato titulado El gran regalo, una versión libre de la clásica novela de Charles Dickens titulada Cuento de navidad. Por consiguiente, la película constituye una alegoría sobre el espíritu de la Navidad, sobre la contraposición existente entre la codicia y la generosidad, entre el egoísmo y la filantropía, entre la lógica de las sociedades que experimentaron la Segunda Revolución Industrial y la resistencia hacia los procesos de deshumanización que implicó.

Al mismo tiempo, la película es una alegoría sobre la vida entendida como una interconexión entre los seres humanos que habitan un entorno y donde las decisiones y acciones de la vida cotidiana impactan positiva o negativamente en el destino de las demás personas.

Hoy día, en que ese entorno se ha ampliado e interconectado mucho más, fruto de los procesos de la globalización, la alegoría de Capra conserva su vigencia más allá del período navideño. Tal vez, hoy debamos tener presente más que nunca las palabras del “ángel de segunda clase” que custodia la vida de George en el filme: “Curioso, la vida de cada hombre afecta muchas vidas y cuando él no está deja un terrible hueco”.