A Matías, atrapado entre tantas angustias, lo salvaron las palabras. “Las palabras fueron siempre mi juguete favorito, aún más en Los Limones porque allí nunca llegó el futuro”, dice el personaje de la novela Número Ocho, de Farah Hallal
Sin remedio, el tiempo nos traspasa, nos cambia. Enero, por ejemplo, ya está aquí, a medio camino. Trajo su lista de pendientes, pagos atrasados, prisas y metas que, ¿esta vez sí vamos a cumplir? No nos afanemos demasiado, la vida se abre paso de un modo o del otro, y deja historias para ser contadas y reinventadas cuando necesitemos algo de ilusión.
Algunas de esas historias se encuentran, cómo no, en la literatura. Para celebrar a la Vieja Belén, antes de que enero pierda toda la magia, les vengo a recomendar o a recordar (si ya la han leído) una novela que, con ternura, nos lleva a Los Limones, en el Parque Nacional Los Haitises. Número Ocho, de Farah Hallal, es la historia de una familia que convive en la naturaleza, entre la pobreza y el poder de quienes excluyen a los más empobrecidos, contada a través de Matías, un niño que debe lidiar con la ausencia de su padre y la enfermedad de su querido abuelo.
En la casa de Matías, una madre cansada por las tristezas y la pobreza trata de mantener la vida en pie. Pero en un momento del relato, debe irse. Deja a su hijo para buscar ayuda o recursos, tiene que tratar de que todos sobrevivan a la enfermedad, a la miseria.
Así, Matías queda con el abuelo y con una comunidad asediada por guardias que dicen tratar de cuidar el parque y sus recursos sin cuidar a las familias que son parte de esa tierra.
Los pequeños agricultores son criminalizados, y la ausencia del padre está relacionada con este ejercicio abusivo del poder. No les contaré los detalles, lean la novela.
¿Cómo vivía Matías la angustia de los desalojos? “(…) ni siquiera sabíamos si nuestra casa…todavía seguía siendo nuestra. O si nos la quitarían los guardias que con frecuencia venían al pueblo para arrancar de raíz las ilusiones que habíamos sembrado a escondidas”, cuenta el niño.
La trama me llevó a recordar que mientras las comunidades son agredidas, gigantes empresas con capacidad de dañar la naturaleza a gran escala son protegidas una y otra vez por los guardias que golpean las familias, pero ese es tema para otra columna.
Ahora volvamos a la novela. A Matías, atrapado entre tantas angustias, lo salvaron las palabras. “Las palabras fueron siempre mi juguete favorito, aún más en Los Limones porque allí nunca llegó el futuro”.
También lo salvó su interacción con la naturaleza, y la capacidad de reflexión que produce observarla. «’Si mi casa, aun siendo pequeña -me preguntaba- tenía mil veces el tamaño de su nido, ¿era entonces mi soledad más grande que la suya'. Y bueno, yo mismo me respondía que no. El pájaro estaba más solo que el planeta Tierra: yo tenía a papabuelo que me acompañaba, pero ese gavilán no me tenía ni siquiera a mí, que lo empecé a ver por obligación».
Luego, el abuelo le hace ver a Matías que el pájaro sí tenía riquezas, como un nido hecho con su propio esfuerzo, las ramas, la sombra…
Y con todos sus defectos, al niño también lo salvó la tribu, la aldea, la protección de una comunidad que aún bajo asedio y llena de sus propios prejuicios, encontraba el camino para la solidaridad.
Un miembro de la tribu en particular, la niña Belle-Belkis, da fuerzas a Matías para realizar un viaje en busca de su mamá. Belle-Belkis huye de Haití tras el terremoto, y encuentra familia y refugio en Los Limones, reconstruye su vida y su identidad.
La novela tiene un hermoso y esperanzador final, preludio de una vida con menos dolor, con la esperanza de la felicidad. Y la esperanza siempre vale la alegría. La Vieja Belén seguro estará feliz de que los adolescentes y preadolescentes conozcan a Matías, a Número Ocho y a Los Limones, a través de los ojos de Farah Hallal, y desde el amor incondicional de Papabuelo.