Cuando un extraño llegaba a un ventorrillo, antes de comprar tenía que presentarse. Explicar quién lo envió, en cuál familia del vecindario estaba de visita. Pero esa costumbre desapareció, el negocio también. Ahora el grande se traga al chiquito.

En la entrega anterior: “El ventorrillo, el menudeo que desapareció”, se obvió información para evitar el cansancio en la lectura. No obstante, cientos de mensajes llegaron vía WhatsApp señalando ausencias claves en la descripción del ventorrillo. Ahora se pretende satisfacer —en parte— las exigencias de los lectores.

Nada se dijo de la venta de cacao en bolas, gofio de maíz, macitas de coco, jalao —hecho con melao en vez de azúcar— y el turrón de coco.

Josué Gómez Estrella, arquitecto, investigador y gestor cultural, fue el más extenso en sus aportes. Señala, por ejemplo, particularidades descriptivas del ventorrillo:

Los olores de los vegetales mareados se combinaban con el aroma de la grasa destilada, el polvillo del carbón y la resina de la cuaba… Una nueva esencia surgía de la fusión.

La iluminación cubierta siempre de sombras. Un ambiente claro-oscuro, como cuando empieza a oscurecer. Ni más ni menos, así era el rincón donde está el ventorrillo.

La señora que atendía el negocio usaba un delantal de tela gruesa con un bolsillo grande en la parte delantera. Ese bolsillo era la caja registradora del ventorrillo. Ahí se echaba el dinero.

Gómez Estrella, recuerda que, antes de llegar las licuadoras eléctricas, la solución a los batidos era el Molenillo. El ventorrillo los vendía. Consistía en un palito de madera pulido, en un extremo tenía enroscado dos espirales de alambre dulce. Para batir había que frotarlo con las dos manos.

La venta de un chele de casabe con bambá, también llamada mambá. La micro compra resolvía —dice Josué— el desayuno de un niño o un adulto. La bambá es similar a lo que hoy se conoce como Mantequilla de Maní. Un producto importado.

La cuaba se vendía por estillas, ubicada en el puesto del carbón, cuando había. Sí, a veces se vendía carbón por latas. La raspadura —residuos de chicharrón— era más común y el agrio de naranja sazonado y embotellado.

A veces aparecía media vara de longaniza y algún trocito de carne salada colgados de un alambre.

Vale aclarar que las unidades de medidas del ventorrillo eran diferentes a las del colmado u otro tipo de negocios. Por ejemplo, se compraban tres latitas de guandules, nunca una libra.

Los clientes buscaban media vara de longaniza, en vez de media libra. O un puño de sal entera. Una pila de batatas o una mano de rulos. También se adquirían dos ramitas de orégano, igual que media sarta de cebollín, etc.

La metamorfosis

Con el paso del tiempo, algunos ventorrillos se hicieron de una nevera y luego de un frízer pequeño. Con la adquisición comenzó la mutación.

La llegada de la nevera y el frízer al ventorrillo trajo congelados los helados en cubitos, los esquimalitos y el mabí Pegapalo. El hielo, primero en latas y cantinas, luego en fundas plásticas. La clientela creció.

El tradicional claro-oscuro del rincón adquirió una inusitada iluminación. La sala y el comedor de la casa se anexaron al ventorrillo. Lo del rincón ahora es parte del folklor.

Clientes nuevos, exigencias nuevas. Pronto llegaron nuevos invitados, como los amigos que aparecen cuando usted está en buena. La hojalatería aceptó la invitación, se presentó al ventorrillo acompañada de carne y piel de rechazo. Es decir, comenzaron a vender anafes, jarros, jarritos, bidones, cedazos, coladores y cucharones fabricados de hojalatas.

Sobre la carne, ya se dijo que se vendía —a veces— longaniza, igual carne salada. El frízer facilitó la venta de pollos por piezas. Para evitar que volaran, nunca se vendió pollo entero.

Las guaimamas —zapatos hechos de desechos de piel y lona de camión— acortaron la distancia para adquirir el calzado para la escuela. La zuela era de gomas de carros. También fabricaban las trochas —mismos materiales de las guaimamas— suplían la falta de guantes para el juego de beisbol.

Cuando el ventorrillo crecía, el propietario instalaba una paletera pintada —no siempre— con los símbolos de una marca de cigarrillos. Las paleteras estaban apostadas en la acera, siempre en el frente de la casa. Se vendía cigarrillos, chicles de cajitas, mentas de guardia, bolones y otras golosinas.

O sea, poco a poco el ventorrillo —en unos casos— se transformó en un negocio multifacético, ¿una tienda por departamentos? En otros mutó a un colmado.

Entonces, las familias que tenían sus ventorrillos cambiaron la tranquilidad del hogar por la zozobra del comercio. Pasó, sin darse cuenta, de servir a sus vecinos y allegados a ser emprendedores enfocados en producir riquezas.

Los tiempos en que los perros se amarraban con longanizas pasaron. La trampa llegó disfrazada de beneficios. Despejados los escrúpulos, nada se expende a conciencia.

En suma, el ventorrillo personificaba la comunidad donde se establecía. Pero el crecimiento y la modernización los empujó a depender de un peso —báscula— arreglado, se convirtió en un negocio avaro, tacaño. La identidad con el vecindario desapareció.