A sabiendas de que no soy la primera ni la última en escribir sobre este tema, me sumo con espíritu crítico a los que como yo piensan que el tiempo, en algunos sitios del planeta, parece detenido.
Me refiero a que, en una misma semana, el mundo ha sido testigo de diferentes acontecimientos, los cuales no tienen que ver uno con el otro, pero sí han coincidido y sus disparidades deberían movernos a la reflexión.
He aquí que mientras los ojos del mundo estuvieron atentos a la coronación del nuevo rey de Inglaterra Carlos III, monarca del Reino Unido y de otros catorce Estados (territorios de ultramar), el conflicto armado en Sudán, reactivado hace pocos días, continúa, como también la guerra entre Rusia y Ucrania, pero la ceremonia en Londres, muestra inequívoca de la grandeza de un imperio que se niega a desaparecer, desplegó su magnificencia con la falsa creencia de que el mundo sigue siendo bipolar.
Digno de un espectáculo hollywoodense, las ostentaciones de la ceremonia, de haber sido un concurso mundial, no cabe duda de que habrían obtenido el primer lugar. La investidura de Carlos III fue celebrada con orgullo durante varios días por la mitad de los súbditos de la corona inglesa, pero la otra mitad se cuestionó el rol de la monarquía y su cuantiosa y cuestionable riqueza.
Tampoco fue menos el pomposo apoyo de la Iglesia cristiana ungiendo al «destinado» con vestimentas preciosas e invocaciones religiosas, que resultaron, desde mi punto de vista, patéticas, por no decir lamentables, comparado con lo que en este siglo vive la humanidad.
Produce dolor esa doble moral de cerrar los ojos a sabiendas de que todos somos iguales ante Dios, pero, al mismo tiempo, no tenemos las mismas oportunidades. Mientras la casa de Windsor ocupa la tercera monarquía más rica del mundo, en otras partes del planeta la gente llora, se muere de hambre y de miedo, se esconde, sufre y reclama por alimentos, agua, medicina, abrigos y techo. Son desplazados o han perdido a sus familiares en combate, no conocen la riqueza, únicamente la miseria y el dolor y sobreviven reclamando paz y apoyo para resolver sus necesidades inmediatas.
Las armas, las represiones, la dominación de un país sobre otro, las violaciones graves a los derechos humanos y las luchas étnicas y religiosas continúan en curso. Es lo que acontece en Siria, Afganistán, Sudán, Yemen, Myanmar, Ucrania, Etiopía; algunos de ellos con largos años de conflictos y otros en guerras de «baja intensidad» en un intento permanente por perpetuarse en el poder.
Ciertamente, vivimos en un mundo débil, rico en «pan y circo», minado por las guerras, el hambre, el cambio climático, las drogas, el tráfico humano, etc. En este contexto es seguro que al momento en que sepamos los estimados del costo de esta ceremonia de coronación inglesa, los economistas e investigadores sociales podrán decirnos todo lo que se pudo haber hecho con la cantidad de dinero usado por parte de esta rica realeza europea para resolver algunos de estos problemas perentorios.
Hay que preguntarse: ¿Cuántas vidas se habrían salvado del hambre, el hacinamiento y la falta de agua? Pero, siendo aún más crítica: ¿Cuánto les ha costado a los países cuyos mandatarios y sus consortes asistieron a este magno evento?
Para terminar, no puedo dejar de soslayo el patético desfile de los representantes de las Iglesias de todo el mundo. Cabe preguntarse si también sus feligreses pagaron para verlos en las cámaras de televisión.
Cuando dijeron al unísono ¡Dios salve al rey! Pensé en por qué no pidieron que Dios ayude a los hambrientos y a los enfermos, a los que sufren, a los maltratados. ¡Pero no! es mucho pedirles a esos grandes señores eclesiásticos ―quienes, por acción o inacción, han sido responsables de muchas muertes en el curso de la historia de la humanidad― que cambien siquiera sus oraciones, como tampoco lo va a hacer la realeza.
Frente a tanta impotencia ante esta surrealista investidura monárquica, no queda más que decir: ¡Que cada uno cargue con su culpa, pero en la tierra!