Cuando el escritor dominicano se lanzó a la aventura de leer un manuscrito oscuro, escrito por un sacerdote en un marco memorial, soñó lo que su personaje había querido nombrar desde una escritura del recuerdo, la melancolía y el pasado. La novela de Haffe Serulle atemoriza en muchos momentos y hace que el lector quiera ir más allá de su pesquisa y el conocimiento de los hechos narrados por Alginatho.
La entrada en los registros de esta novela implica un viaje donde el lector será testigo necesariamente de las guerras, hecatombes, sorpresas históricas, juicios papales, castigos de ética y ley, olvidos familiares, amores apasionados, disputas entre santos y místicos, pero sobre todo una crítica a los niveles seculares de una teología política enfrentada y a la vez constituida en las diversas líneas de una teología de la historia.
El esfuerzo narrativo e imaginario puesto en página por este autor dominicano, lo coloca en una búsqueda no frecuentada por otros novelistas y narradores dominicanos.
La exploración novelesca del autor produce una línea rítmica de las imágenes narrativas que, en su particularidad convoca los llamados “demonios de la historia" nacional y occidental que recorren desde el comienzo hasta el final la otra historia y la escritura desde la baja y la alta latinidad hasta la última creación novelesca de la actualidad. Los enigmas, cuerpos y visiones de Alginatho se expresan a través del tejido de su manuscrito, así como en los bordes y ejes de la narración, tal como podemos observar en el siguiente fragmento:
“Escuchaba los latidos del corazón de la hija del vidente, rápidos y ardientes en el desenfreno de sus deseos, mientras me decía con voz seca, carente de ternura, que su padre iba a su cama todas las noches a deleitarse con su dulcedumbre. Su confesión me llegó tan hondo que me separé violentamente de ella. A menudo la recuerdo de niña y también de adulta, con el pelo lacio, negro, y suelto… cuando se proponía conseguir algo lo lograba. Nunca pidió favores a nadie, y para no cometer errores calculaba fríamente sus decisiones. De los diez a los quince años le dio por venir a la iglesia con mucha frecuencia, y como tenía una voz de oro que hipnotizaba, la convencí de que cantara en la misa vespertina de los domingos porque era a la que mayor número de creyentes asistía." (p.164).
La voz del narrador le promete al lector una alianza en el orden del relato de vida que recuerda lo visible, el proceso de confirmación de la misma en su imaginario: La hija del vidente cobró fama a las pocas semanas de participar con sus cantos en los oficios religiosos y fue la admiración de gente muy importante durante un buen tiempo. De jovencita, entre los quince y diecisiete años, familias acomodadas la invitaban a cantar en las bodas de sus hijas. “Todo se lo debo a usted, padre", decía cuando recibía dinero a cambio de su trabajo…” Él le respondía:
“… todo se lo debes al señor. Él te ha dado el don de encantar a la gente con tu divina voz". Pero ella insistía en que debía pagarme de alguna manera. “El favor de recibirme en la iglesia y de estimularme a cantar en las misas domingueras, ¿cómo puedo olvidarlo?" insistía. "Sólo a Dios le debes gratitud", le reiteraba. (p. 164).
El tramado de la novela indica en el marco de la prosa equilibrada y bien llevada desde el punto de vista narrativo e intencional, un objetivo convincente en la ubicación de los elementos de la fábula y el artificio novelesco. Ese valor narrativo de la historia es el que hace vivir y a la vez sospechar al lector que quiere saber qué es lo que va a pasar en los ejes o nudos de los acontecimientos de esta novela.
El novelista Haffe Serulle no condensa el acontecimiento. Más bien se apoya en el detalle que organiza o dispone ante el lector, para que la presa no se escape y dicho lector mantenga la necesidad de buscar en la red narrativa la sustancia del relato novelesco. Los ritmos que se reconocen en la secuencia se pueden advertir como sentido narrativo en la intriga propuesta en el siguiente fragmento:
“Un día, de tanto expresarme su agradecimiento por mis favores, le dije que aceptaba cualquier tipo de halago suyo, siempre y cuando no fuese nada material. "Si Dios nos da su consentimiento, yo lo aceptaría con muchísimo gusto", le susurré al oído. La hija del vidente se mostró nerviosa, pues aparentemente no entendió el fondo del mensaje, o tal vez sí lo entendió todo y quería oírlo sin filosofía." (ibídem. loc. cit.)
Lo que el novelista focaliza en el conjunto de eventos narrativos anteriores es un mundo de secretos y aspectos que se van pronunciando alrededor de una aventura amorosa y por lo mismo situada en la interdicción, donde la hija del vidente y el sacerdote conforman ese universo ya conocido en el contexto de la historia o historias de curas, muchachas y mujeres que también aparecen en comedias, novelas, testimonios, diarios y escritos medievales, renacentistas y post-renacentistas. El lector podrá advertir en lo sucesivo que entre la hija del vidente y Alginatho iba a surgir un drama de fuego de la carne y una tensión entre la esencia y la apariencia. Lo cual implica una crítica a la institución sacerdotal moderna, pero también a la política de una religiosidad profana con ribetes de sacralidad.
La pauta narrativa es la que marca el arrebato de la hija del vidente y Alginatho. El sacerdote, convierte la secuencia de la entrega iniciática en un remolino de emociones que desataron las claves de todos los deseos, momentos y líneas reprimidas de un eros y agapé en tensión sacroprofana, y sobre todo, movilizadas por un sentimiento de eternidad añorado por ambos personajes:
"Todo se inició una noche de abril, en medio de una lluvia torrencial. Terminaba yo de apagar las velas del altar de la iglesia cuando ella apareció por el fondo con un velón en la mano. Aparentaba que quería comulgar cuando la vi acercarse a mí: caminaba de puntillas, con la lengua moviéndose sensualmente en la humedad de sus labios. “Necesito mostrarle algo, padre, en la sacristía", musitó. Y me ruboricé como un jovencito recién enamorado. Su rostro, encendido por la dimensión inaudita del deseo derramado en su carne, me enloqueció de amor. Las piernas se me fueron solas hacia la sacristía mientras los ojazos negros de la hija del vidente, clavados en los míos amorosamente, me hablaban de sus noches de desesperación y delirio por no tenerme a su lado. No sé en qué momento abrí y cerré la puerta de la sacristía, porque desde que sentí el roce de sus senos perdí la noción del tiempo y del espacio. La noche estaba más oscura que de costumbre y la lluvia arreciaba. Nuestra única luz era el velón que ella llevaba apretado en las manos cual reliquia sagrada. Se ocupó de dejarlo en una mesita, cerca de la ventana, donde por lo general yo ponía la Biblia, y las revistas y folletos religiosos enviados mensualmente de otras parroquias. La luz de velón, tenue, parpadeaba con la gracia de una niña soñolienta porque por las brechas del seto penetraba el viento, que jugaba entre la lluvia. La hija del vidente se acercó a mí erguida y con las manos libres. Me mostró, en medio de la mágica musicalidad del agua al caer en el cinc, sus hermosas y apetecibles campanas, tan suaves y dulces como burbujas de espuma en almíbar de melocotón. Ella no quería hacer nada de prisa y tuve la impresión de que en la aparente ingenuidad del esquema amoroso soñado por ella para nosotros dos, deseaba convertir aquel momento en un rito inolvidable, como serían de inolvidables todos nuestros encuentros." (p. 165)
Hemos visto cómo el novelista, que en un acto demiúrgico e imaginario inventa el cuerpo y la palabra del deseo, también nos muestra en el ámbito de aquella noche llena de lluvia, contactos y temblores, los secretos de un código reprimido y una visión pecaminosa que rebasa las interdicciones de la vidente (hija del vidente), y el sacerdote, en la línea de una comprensión de signos y eventos que apuntan a una fluencia narrativa de lecturas de la institución religiosa y civil que late como amenaza y esconde el uso de la vida cotidiana local.