a semana pasada nos trajo una verdadera orgía de sangre con al menos 10 homicidios reportados, incluyendo 5 feminicidios. El sábado nos despertamos con la noticia de que el exjefe de la DNCD había asesinado a balazos a un hombre desarmado en un puesto de comida rápida tras una discusión ridícula por una mancha de kétchup. El día anterior se habían publicado las estadísticas de muertes violentas de la ONE, con cifras alarmantes de homicidios y accidentes, mientras en otra sección del periódico aparecía la larga lista de artistas urbanos que enfrentan procesos legales por violencia machista contra sus parejas o exparejas. Y para culminar el horror de la semana, al día siguiente nos consterna -pero no nos sorprende- la noticia del agente de la Digesett que cometió feminicidio triple contra su expareja y la madre y la hermana de ésta, además de matar a un ciudadano que trató de intervenir y de herir a su propio hijo.
De inmediato empezaron a circular en medios y redes los diagnósticos habituales de comentaristas y expertos: cultura de violencia e intolerancia, mal manejo de las frustraciones y la ira, cantidad excesiva de armas de fuego en circulación, problemas de salud mental, consumo de alcohol, falta de formación adecuada en el hogar, etc. Curiosamente, la mayoría de los opinantes pasa por alto lo obvio: todos los homicidios fueron cometidos por hombres, quienes son responsables de la abrumadora mayoría de los hechos de violencia que se cometen en el país (y el mundo: según las Naciones Unidas, más del 90% de los homicidios a nivel global son cometidos por hombres). Si bien la asociación entre masculinidad y violencia no es exclusiva de nuestro país, el tema merece atención especial dados los índices particularmente altos de muertes violentas y su tendencia al aumento.
También son hombres la mayoría de las víctimas de homicidio, suicidio y accidentes de tránsito en RD, como nos informa la ONE: el 89% de las víctimas de homicidio, el 87% de los suicidas y el 88% de los fallecidos en accidentes de tránsito en el año 2021 son hombres. En otras palabras, está clarísima la asociación entre masculinidad tóxica y violencia, dirigida tanto a mujeres como a otros hombres, por lo que habría que preguntarse: ¿cómo es que la gran mayoría de nuestros expertos en salud mental, periodistas, políticos, clérigos, académicos, funcionarios, etc. no parecen percatarse de este hecho, del que -con pocas excepciones- sólo las feministas nos damos cuenta? ¿Es que la violencia masculina está tan naturalizada que su impronta de género les resulta invisible? ¿O será que les parece poco relevante?
Las tragedias de la semana pasada nos obligan a repensar el fenómeno y a emprender una búsqueda realista de soluciones, sin más dilación.
Mi revisión de los periódicos de los últimos días solo revela dos excepciones a lo anterior (además de Tahira, nuestra antropóloga feminista): un editorialista de Diario Libre y el psicólogo que dirige el Proyecto Masculinidad Positiva, una iniciativa interesante puesta en marcha el año pasado. Debe haber otros que no encontré (o que todavía no han opinado), pero en relación al gran número de personas consultadas por los medios, la proporción que toma en cuenta la dimensión de género de la violencia es sorprendentemente baja. Esto es particularmente notorio entre los expertos en salud mental, las voces más autorizadas ante la opinión pública y por ello los más consultados. Las declaraciones del Ministro de Interior fueron particularmente desafortunadas y, más allá de exhortaciones vacuas, las iglesias han tenido muy poco que decir. Visto su rechazo general al análisis de género -que ignorantemente asocian de manera exclusiva al movimiento trans- y el esencialismo bíblico con que abordan las dinámicas sociales entre los sexos, lo mejor es que ni siquiera opinen.
Simone de Beauvoir nos explicó hace ya mucho tiempo cómo el androcentrismo cultural, que se construye sobre la equivalencia ontológica hombre = humano, distorsiona y pervierte nuestra comprensión de la realidad. Por eso los expertos habitualmente se refieren a “los dominicanos” -en sentido general- en sus análisis de la violencia, sin distinción de sexo. ¿A que si las cifras se invirtieran, los expertos andarían buscando incansablemente las causas de esa violencia “peculiarmente femenina” y situando dicha patología en el centro de sus análisis?
El problema es que con las viseras androcéntricas puestas no vemos el elefante en la cristalería, lo que impide hacer diagnósticos certeros que conduzcan a medidas mínimamente eficaces contra la violencia, como muestra la evolución de las estadísticas dominicanas en las últimas décadas. Si bien muchas de las causas a las que comúnmente se atribuye la violencia sin duda contribuyen a ella (armas de fuego, alcohol, intolerancia, etc.), no es menos cierto que los factores determinantes -y que subyacen a los demás- son de carácter ideológico y remiten a modelos socialmente vigentes de masculinidad tóxica. Esto no es un descubrimiento nuevo ni una noticia de último minuto: hace décadas que en muchos países los hombres feministas empezaron a teorizar sobre la masculinidad violenta, produciendo excelentes análisis que, fuera de pequeños círculos, son mayormente ignorados en nuestro país.
Eso le ha dejado el campo abierto a la caverna ideológica enquistada en el Congreso, en los partidos de derecha (que son casi todos) y en las iglesias -es decir, a la gente más atrasada del país- para que sigan bloqueando con impunidad cualquier intento realista de empezar a desmontar el machismo cultural y los modelos obsoletos de masculinidad que permean nuestra sociedad. Esa es la gente que se opone a la despenalización por causales, a que se tipifique la violación conyugal, a que se prohíba el matrimonio de niñas, se reconozcan derechos a la diversidad sexual, se celebre el Día de la Niña, etc. Es la gente que durante años ha bloqueado la aprobación del proyecto de ley que crea el Sistema de Apoyo Integral para la Prevención, Sanción y Erradicación de la Violencia Contra las Mujeres. La misma gente que se horroriza por la “obscenidad” de la música urbana pero no por su misoginia ni su cosificación extrema de las mujeres. Y lo más preocupante, es la misma gente que ha reaccionado con ferocidad inaudita ante los intentos de introducir una cultura de derechos y de igualdad de género en el sistema educativo, despojando así a la sociedad dominicana del instrumento más poderoso con que contamos para alcanzar los cambios ideológicos y culturales que tanto nos urgen.
En las últimas tres décadas los medios y la opinión pública han evolucionado desde el enfoque de los “crímenes pasionales” al de la “violencia de género” y en la actualidad cada vez más al de la “violencia machista” para referirse a la violencia contra las mujeres. Ahora falta que la sociedad dominicana empiece a reconocer que TODA la violencia -la cometida contra mujeres y contra hombres- tiene un fuerte contenido de género y una vinculación innegable con arquetipos obsoletos y tóxicos de masculinidad a los que amplios (y poderosos) sectores de la sociedad dominicana sigue aferrada. Las tragedias de la semana pasada nos obligan a repensar el fenómeno y a emprender una búsqueda realista de soluciones, sin más dilación.