A la Ciudad Colonial la están remozando. En días pasados tenía que hacer unas cuantas diligencias y aunque hacía mucho no merodeaba por ella, pues no salgo de mi casa, tuve la obligación de caminar unas cuantas cuadras. Husmeé hasta más no poder y me la encontré hermosa. Siempre lo ha sido, pero actualmente como la mayoría de las casas las han convertido en pequeños hoteles, sus dueños se han preocupado en darle un tratamiento de primera a sus fachadas y con el arreglo de las calles y calzadas está más hermosa.

El arreglo de las aceras en la periferia de la Zona, como también se le llama, no ha tenido la misma suerte. Las arreglan por pedazos.

Una de estas mañanas me sorprendió un gran ruido. Estaban desbaratando las viejas aceras para completar las que hace más de un mes habían comenzado. Trabajaron dos días corridos, picaron, retiraron los escombros, pusieron madera para señalizar donde iban las aceras y los contenes y al tercer día, ¡Oh sorpresa! No llegaron los obreros, no estaban los supervisores, ni muchos menos los ingenieros.

¿Tendremos que esperar otro mes?

Para remover la vieja estructura utilizaban una herramienta, especie de taladro gigante, que para manipularlo tenían que hacer uso de la fuerza, además, aguantar las vibraciones que generaba.

A pesar de lo molesto del ruido, me quedé un buen rato observando. Los obreros “todos” eran haitianos. No les importaba el sol, lo duro del trabajo, solamente trabajaban. Estaban entregados. No vi ni un solo dominicano en esa labor, a no ser los que dirigían.

Cuando pequeña acostumbraba a recorrer los campos de mi pueblo, La Vega, con mi papá. Esa costumbre se la he trasmitido a mi hijo mayor. Generalmente salimos sin rumbo fijo y recorremos los pueblos más cercanos a la capital.

Hay algo que mucho me llama la atención. La mayoría de los empleados agrícolas son haitianos. Van con sus pantalones remangados, sus camisas desabotonadas hasta medio pecho, un machete terciado y unas botas generalmente de goma. Pocos dominicanos veo, a no ser, sentados en un colmado, jugando dóminos o con su cervecita envuelta en su funda, tomándola felizmente.

Cuando mi vida estaba ligada al Este, siempre que tenía la oportunidad de compartir con la familia, lo hacía. En ese entonces ir a esa región significaba casi un sacrificio. Las carreteras eran como caminos vecinales. Había rutas que solo eran conocidas por personas que poseían cañaverales, por lo tanto, ir por ellas era acortar caminos, pero había que pasar por muchos bateyes. Estos pueblitos lo conformaban los haitianos quienes eran los que se ocupaban de segar la caña. En esa población no se veían dominicanos. El idioma era el creole y la miseria que se veía era impresionante.

Los plataneros y fruteros de las esquinas de la ciudad, son haitianos. En las construcciones de casas y edificios la mano de obra es haitiana. Hasta los “triciculeros” con su sombrilla resguardándose del sol y vendiendo tomates y ajíes, son haitianos. El coquero de la esquina, también lo es.

En los hoteles, la mayoría del personal de servicio y entretenimiento es haitiano.

En días pasados mi familia tenía una actividad en un hotel de lujo de la Zona, cuando fuimos a ultimar los detalles la encargada de eventos no se encontraba. Nos atendieron dos jóvenes haitianas, con mucha amabilidad. Cuando recorrimos el hotel la mayoría de los empleados eran haitianos.

En honor a la verdad, los dominicanos no son jaraganes, tenemos a los “ropavejeros” ellos andan en su guagüita comprando aires acondicionados viejos, neveras viejas, estufas viejas, camas viejas, abanicos viejos, lavadoras viejas y todo lo que sea viejo, pero si analizamos el tipo de trabajo es el que menor esfuerzo requiere y el más cómodo.

Emigrar no es fácil, todo el que está bien en su país no se va a otro, menos a realizar los trabajos tan pesados como los que les ha tocado hacer en nuestro país a nuestros hermanos haitianos.