En el artículo anterior me refería a la cultura asiática de mantener sus monedas subvaluadas como una forma de garantizar que sus productos sean baratos en el comercio mundial. Una política de tasa de cambio real subvaluada (es decir, dólares caros) fue la que aplicó Japón durante su etapa de alto crecimiento, y sucesivamente Corea, Singapur y Taiwán. Una vez que ya crecieron bastante, tanto por los cambios en la estructura económica misma como por sucumbir ante las presiones políticas externas, permitieron que sus monedas comenzaran a apreciarse, y ahí mismo se terminó el ciclo de gran crecimiento.
Después, los llamados nuevos tigres asiáticos aprendieron de la experiencia y han mostrado resistencia a abaratar las divisas, lo cual es un invaluable factor de éxito. Obviamente, eso tenía que venir acompañado de otros cambios, como reformas legales, un empeño por elevar la educación y un formidable desarrollo tecnológico.
Mientras el crecimiento industrial se concentraba en Japón, Corea del Sur, Singapur, Hong Kong y, en menor medida, Malasia, Tailandia, Indonesia o Vietnam, las potencias occidentales lo veían con buenos ojos, lo apoyaban y cooperaban, porque eso en ningún caso cuestionaba la hegemonía de Occidente.
El problema vino cuando ese desarrollo industrial y tecnológico llegó a países tan grandes como China y la India, por su dimensión demográfica. Aunque por sus niveles de ingreso les tomaría muchas décadas convertirse en países desarrollados como los del norte de América y Europa, dado que poco dinero multiplicado por mucha gente puede ser un monto grande, el tamaño de su PIB amenazaba con superar en poco tiempo el de estos.
En el caso chino, por ser el país más grande y partir de niveles tan bajos, el ascenso sorprendió al mundo entero. De ser el lugar de los grandes inventos del mundo antiguo, pasó a ser el país de los pequeños inventos de la era moderna. Poco a poco los anaqueles de los pequeños negocios y los grandes almacenes de cualquier país, comenzaron a llenarse de productos chinos, primero bienes conocidos hechos en China con tecnología occidental; después fueron apareciendo pequeños artefactos antes desconocidos por el consumidor, inventados por ellos. Y en pocos años, esa capacidad de inventiva se fue trasladando a los bienes de la alta tecnología, de cómputo y de comunicaciones, para pasar a las grandes industrias, la automotriz, la de equipos pesados, la de aviación y la de naves marítimas.
Ya desde 2013 China pasó a ser la mayor economía del mundo si se juzgaba por el PIB en paridad de poder adquisitivo. Eso tampoco molestaba a nadie porque con ello no se afecta el comercio ni la inversión en el mundo. Pero en la medida en que se avecinaba la superación del tamaño en el PIB de valor corriente, eso fue generando un enorme nerviosismo en la sociedad norteamericana. La razón aparente es que ser la mayor economía del mundo en valores corrientes, les da a los estadounidenses el privilegio que implica la hegemonía en múltiples aspectos, incluyendo la posibilidad de imponer su ley y su moneda al resto del mundo, incluyendo la posibilidad de comprar en cualquier parte del mundo y pagarlo con un simple pedazo de papel fabricado por ellos.
Los estadounidenses han asimilado la idea de que ellos son los más grandes y ricos y que a ellos nadie puede sobrepasarles. Ese esquema mental y el terror que les produce la posibilidad de perder esa posición resultan de difícil comprensión para los latinoamericanos y habitantes de otras regiones del mundo, habituados a ver diferentes dinámicas económicas en que frecuentemente una economía supera a otra, sin que esto tenga que ser un problema para nadie. De hecho, la propia economía dominicana ha superado a muchísimos otros países, cuyos habitantes apenas se enteran cuando sale en la prensa o aparece en los boletines estadísticos.
Pero los Estados Unidos son diferentes. Culturalmente, esa sociedad no está en condiciones de asimilar la idea de dejar de ser la potencia hegemónica mundial, por lo que se debe evitar por cualquier medio el sorpasso. Pero la vía para conseguir ese objetivo no podía ser acelerando el crecimiento económico propio, porque habría sido inviable sostener el ritmo que llevaban China primero y la India a continuación; por lo tanto, tenía que ser dificultando que otros siguieran creciendo, particularmente China por ser el que está más cerca de conseguirlo. Por primera vez en la historia conocida, vemos la aplicación de políticas económicas y comerciales encaminadas, no a mejorar su propio país, sino a impedir que mejoren otros. Incluso a sabiendas que se está autoinfligiendo daños.
Por otro lado, muchos otros países de Asia, África y América Latina comenzaban a percibir a China y la India como un buen ejemplo o, al menos, como un posible buen socio. Estados Unidos hizo un intento de amedrentarlos inculcándoles que la cercanía económica con China constituía un peligro para ellos.
Pero ¿cómo convencer a los países latinoamericanos, pero sobre todo a los africanos, cuando la evidencia práctica les muestra que con el crecimiento de China les va mucho mejor que antes, cuando se dependía solo de E.E.U.U., o bien cuando respondían a sus metrópolis de la Europa colonialista? Y el recuerdo de esta época colonialista está muy vivo, porque tiene apenas medio siglo para los habitantes de África, Asia y el Medio Oriente, aunque un poco más para ALyC.
A su vez, no olvidemos que, contrario a la llamada civilización occidental basada en el eurocentrismo, que es un fenómeno relativamente reciente, cuando hablamos de China, India, países árabes e incluso África, se trata de sociedades con historias milenarias, a las que Occidente ha intentado imponer, por la razón o la fuerza, su estilo de vida y forma de pensar, desestructurándolas de paso. Entiendo que después del “siglo de la humillación”, China no está dispuesta a aceptarlo otra vez.