“La sangre de mi espíritu es mi lengua /

y mi patria es allí donde resuene/

soberano su verbo…”  (Unamuno, “La sangre del espíritu”)

Todo empezó en 1898 en la guerra hispanoamericana en Cuba, en la que Puerto Rico, de colonialismo y patriarcado hispánicos en que se debatía, junto a Cuba y otras islas españolas, cayó en el acto en poder del incipiente imperio de los Estados Unidos. Por idéntica condición en su coloniaje, lo había dicho Hostos, que, si Cuba lograba la independencia un día como hoy, que no se esperara que Puerto Rico lo lograra mañana. Es decir, tenía que darse el mismo día, vistas las similares características que compartían. En El escaparate (PR: Bibliográficas, 2021), Ángel “Wiso” Ortiz Díaz apunta a defender el legado hispánico de la cultura puertorriqueña frente al proceso de norteamericanización que la aplasta, especialmente en el decenio de los años cincuenta, tiempos después que el expresidente Harry Truman designara a Luis Muñoz Marín como primer gobernador de la isla en 1949.

En la presente obra se reflejan las dos posiciones que siempre ha adoptado el boricua ante los Estados Unidos: una, la estatista, que aboga porque Puerto Rico se integre, sin menoscabo, como un simple estado más de la Unión; y la otra, la que han mantenido los independentistas, entre los que figura –con firmeza– el grueso de sus intelectuales. A esta última postura se remitiría, naturalmente, Ortiz Díaz.

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Angel (Wiso) Ortiz Díaz.

Por igual, es cuanto sucede con el argumento principal del cuento “Santa Clo va a La Cuchilla”, de la obra Terrazo (1947), de Abelardo Díaz Alfaro, el más destacado cuentista puertorriqueño, lo cual daría a entender como si se proyectaran en la literatura borinqueña dos imágenes de Puerto Rico a más de un siglo, uno de espaldas al otro, desde aquel entonces hasta nuestros días.

Ortiz Díaz resiente que su país haya empezado a desdibujarse en el componente de origen hispánico que tiene su rostro a partir del segundo decenio del siglo pasado, tiempo en que sus compatriotas adoptaron la condición de ciudadanos norteamericanos, específicamente desde 1917, y se entregaran, los más, al American way of life.  En el fondo, tal es la idea principal alrededor de la cual gira El escaparate. Al respecto, corriendo el tiempo, un artista cubano cantaría “Cuba y Puerto Rico son/ de un pájaro las dos alas/ Puerto Rico, ala que cayó al mar/ que no pudo volar…”  A dilucidar parejo concepto en la presente novela nos disponemos de inmediato.

El todo de la novela gira en torno a Luis (detrás del cual se esconde el propio autor), un niño campesino en plena inocencia que se muda del campo de Orocovis a casa de una tía en la ciudad de Coamo para estudiar, ciudad marcada ya por los efectos de la urbanización, en el marco de un otrora rural y provinciano Puerto Rico en el que luce superpuesto el consumismo norteamericano. Luis es hijo del pescador Juan Bautista y de Monserrate Díaz, moradores de un batey orocoveño. Juan Bautista lo bautiza con el nombre de Luis en honor de Muñoz Marín. (21) El niño desde temprano “comenzó a interesarse sobre los eventos sociales y políticos del País”, escribe el autor. (114) Un huracán destruyó su vieja casa que recibió en herencia en el interior de la isla, es decir, la antigua cultura colonial española, desplazada por el meteoro, metáfora del fenómeno de la nueva cultura estadounidense. En lo que vive en la referida ciudad, no deja de pensar en su tierra y su gente del campo. En él se conservan los valores históricos y culturales de Puerto Rico antes de ser posesión norteamericana.

En cambio, el personaje de Florencio representa a ese puertorriqueño que ha sido por largo tiempo inficionado en su ser por la cultura estadounidense, ideologizado a favor de esta.  Ha hecho suyos los valores de los Estados Unidos, no exactamente por sentimientos, que no tiene, sino por pragmatismo. Es un ser indeciso, indefinido, sin identidad reconocible, que pasaría a ser la condición del puertorriqueño común, para decirlo con Muñoz Marín, “con un enredo en el espíritu”, en alusión a sus compatriotas.  Representa al típico boricua sin rostro, el símbolo del nuevo puertorriqueño servil al imperio norteamericano, por tanto, sin amor a nada ni a nadie que signifique el pasado colonial hispánico de su cultura, máxime, el de inicios de las décadas de los años cincuenta y sesenta, una parte importante del periodo de gobierno de Muñoz Marín.

Florencio despidió a su padre muerto, don Eusebio Alfonso, peor que a una sabandija, y de cuya casa, “de estilo colonial hispano”, que conserva objetos antiguos importantes, entre los que se encuentra el escaparate de la novela, se deshizo precipitadamente. (Cfr. 118-119) “Desde que el médico declaró que su padre estaba en las últimas y no aguantaba cama”, dice el autor, “ya Florencio había comenzado a planificar la renovación de la vivienda que recibiría en herencia”, alegoría, esta, del Puerto Rico que pasa de un día a otro en poder de España de los tiempos de la colonia al incipiente imperio de los Estados Unidos en 1898 en la guerra hispanoamericana. (118) Idéntico mueble, afirma el novelista, ha ido a dar al apartamento de la rezadora María en el último día de la novena, quien lo recibe como regalo “para atesorar el pasado que sentía escapársele de forma acelerada”. (116) Luis y Florencio, en términos sicológicos, son cara y cruz de una misma moneda, el puertorriqueño que valora el pasado colonial hispánico, y el que ha adoptado el American way of life.

Puede haber un elemento de redención en Florencio, sugiere el autor, si se reencuentra con las raíces hispánicas de su cultura, en el fondo, con la lengua española. Idea similar está presente, entre otros autores boricuas, en el Díaz Alfaro del citado cuento, en La carreta (1953), de René Marqués, y en cierta medida, en La guagua aérea (1994), de Luis Rafael Sánchez.

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La carreta, de René Marqués.
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La guagua aérea, de Luis Rafael Sánchez.

Doña Clementina, clemente en honor de su nombre, es una comadrona que abre, sin pedir nada a cambio, el camino a la vida a cada puertorriqueño, que ve la luz lejos de ese espíritu crematístico que le traza el rumbo a los partos en Occidente. La partera es una figura sobria, respetada en su comunidad, con un claro sentido del deber que le ha indicado la tradición que se remonta a la época de la colonia española. Sin importar lo lejano del lugar donde requieran sus servicios, allí se apersona gustosa a ejercer gratuitamente su oficio.

La comadrona tiene un altar. Se destaca en él la imagen del que sería el primer gobernador de la isla, Luis Muñoz Marín, el “Panfletista de Dios”, como se hizo llamar, el político y poeta, en los tiempos en que hacía campaña política. (16) Juan Bautista, un campesino que vive en un batey, toca las puertas de doña Clementina en busca de sus servicios. Tiene un caballo, Chongo, rebautizado luego Relámpago, que come de todo, menos hierba, como se espera.

Doña Clementina no solo es partera. Posee un sentido crítico de la realidad y de su entorno.  Es todo un personaje, al que nos antojamos ver en ella a una representación genuina de lo que es el Puerto Rico tradicional, de raíces española, y en menor medida, africana; en contraposición con la polémica figura de Muñoz Marín, que pasaría a ser el símbolo del entreguismo de ese país en su relación con los Estados Unidos, el de la difuminación de una parte importante de su ser, como en realidad ha terminado siendo a través del tiempo. La comadrona, nacionalista, está pendiente de cada mínimo movimiento que tome dicho gobernador por lo que implica para el espíritu y destino incierto de la isla.

De una sociedad patriarcal heredada de la época colonial española, Puerto Rico pasó a una sociedad industrial de factura estadounidense a partir de la década de los años cincuenta, tiempo después que Muñoz Marín fuera instalado como gobernador en la isla. El común de los puertorriqueños lo vio con buenos ojos. Industrializó el país y dolarizó su economía, antes, con el peso como su sistema monetario. Invitó a empresarios yanquis a invertir en Borinquen libre de impuestos como incentivo para impulsar su desarrollo. Con el ascenso a la gobernación de Muñoz Marín, cambió el ritmo de vida pastoral a la industrial en la isla. El peso puertorriqueño había llegado a circular hasta poco antes de que ese país cayera bajo el dominio de los Estados Unidos. Era también la época en que Muñoz Marín envió boricuas a combatir en la guerra de Corea de 1950-1953. Fue en aquellos entonces en que el cantante Daniel Santos, que había sido reclutado por el ejército estadounidense para pelear en la Segunda Guerra Mundial, interpretaba, en tono conmovedor, la canción “Despedida”, y más tarde, “Vengo a decirle adiós a los muchachos”, de Pedro Flores.

Hollywood como industria de entretenimiento y de promotora del American way of life, tuvo su peso en una cultura vulnerable como la puertorriqueña, sin noción clara de lo que ha sido vivir en libertad y autodeterminación como pueblo. Dicha industria construyó un mundo paralelo con su ficción para el común de los boricuas que no tenía del todo claro distinguir la realidad de la imaginación, sin tener una visión crítica y selectiva de las imágenes idealizadas que recibían en las pantallas de la televisión. En otras palabras, le resultaba lo mismo la ficción y la realidad. En vista de su ingenuidad, el puertorriqueño común ha sido incapaz de encontrar su destino como pueblo libre e independiente, con identidad propia; tanto así, que, en este punto del tiempo, es aún incierto su porvenir como pueblo.

Frente a un presente y futuro indefinidos, como los que sufre su país, los escritores puertorriqueños con fuertes intereses culturales e intelectuales, por golpe de efecto, recurren a sus orígenes históricos basados en el legado hispánico –una costumbre que comparten con otros tantos escritores latinoamericanos– los más, y al africano, quizás los menos, de su cultura, como arma y refugio para resistir el fenómeno de la norteamericanización de Puerto Rico, ya con profundas raíces hundidas en el alma de un número para nada despreciable de boricuas. De ahí la mezcla de ese sentimiento de resistencia e incertidumbre que atraviesa El escaparate, así como en las obras de otros escritores puertorriqueños que tienen la misma preocupación; y tal es la razón de la reconstrucción de estampas que hace Ortiz Diaz con iguales fines en su obra para insuflar vida a un país asaz muerto en el espíritu, es decir, con poca vida interior, sin melodía propia del todo; un país con un pueblo atrapado en la oscuridad de sus creencias, una retranca, que le impide salir de su pobreza y colonización.  El autor sugiere que mientras Puerto Rico esté mayormente compuesto por personas de modos mentales deprimidos como los que descubrimos en el grueso de sus personajes, jamás superaría su condición de pueblo que merece ser libre tanto en términos políticos como mentales.

El escaparate toma un giro fantástico desde la entrada súbita de un perfume a las casas donde haya velorios. Juanita Martínez, la bruja de pañoleta roja responsable de esparcirlo de manera oculta en ellos, busca neutralizar el hedor de los difuntos. Es mujer de Zoilo Colón, representante del boricua que llevó la tecnología y el progreso al campo, el primero que se montó en un Jeep Willys en Sabana. (100) Con esta maniobra narrativa, el autor se propondría representar la gradual muerte de los componentes hispánico y africano en la cultura puertorriqueña para dar paso a los de la penetración cultural y la aculturación que encierra su norteamericanización. Como vimos supra, este último tema es el que también trata Díaz Alfaro en su cuento “Santo Clo va a La Cuchilla”. En cierto sentido, tal es el significado simbólico de la irrupción del perfume en diferentes episodios en la novela, cual evocación de los tiempos que le han sobrevenido al antiguo Puerto Rico de la colonia española, el cual recibe fuertes influjos de la cultura del actual amo a la que se amolda.

La lucha que se libra en El escaparate entre la nueva cultura norteamericana y la española colonial que se resiste a desaparecer en Borinquen se puede rastrear en la tensión que se da entre el alcalde, que magnifica a los Estados Unidos, y el gobernador, que, si bien es igual de proyanqui, es moderado en su posición (65) con respecto a la erección de un monumento en honor de Colón. Pareja lucha es un reflejo de la visión de los boricuas hacia uno y otro amo y en torno a la que se ha debatido el ser puertorriqueño a lo largo de los años. Se ha registrado en todos los planos de la cultura: el político, el social, el educativo y demás, en medio del legado de una vieja cultura, la latina, que se derrumba, visión, esta, detrás de la cual se oculta la visión rodosiana de la espiritual de la hispanidad vs. la mercantil de la nación del Norte.

La identidad cultural puertorriqueña lucha entre el boricua que se centrifuga mirando a los Estados Unidos al que quiere anexarse sin más y el que se aferra a las raíces hispánicas de la isla como náufrago a su tabla de salvación. Son los más en cada caso; otros tantos, se mantienen en medias tintas y espacios grises por razones instrumentales. Los que se han identificado con los Estados Unidos, a través de la historia, llevan el lastre de un complejo colonial que les ahoga su espíritu. En su servilismo, han hecho el intento de superar a los propios estadounidenses como muestra de lealtad. Es lo que sucedió, vgr., en un país vecino como la República Dominicana cuando la intervención yanqui de 1916, donde algunos boricuas encabezaron desmanes contra la población civil; y en universidades de Puerto Rico, sobresalen con sus excesos de celos para tener éxito en las evaluaciones que les hace el sistema de universidades de los Estados Unidos.

Y la solución a la muerte como país en Puerto Rico no es, paradójicamente, uniéndose con desesperación a esa nación como lo es los Estados Unidos, que precisamente le habría socavado las bases de su ser como colonia, sino que, al contrario, sería, en buena medida, su disolución. Norteamérica resultaría eventualmente absorbiendo una parte considerable de su alma, de su lengua-cultura latina, de los isleños optar por convertir a su país en otro de sus estados. En palabras del novelista, “todos [los puertorriqueños] estaban poseídos por una espiritualidad extraña” (55), después de Juanita Martínez haber dejado escapar la fragancia en el funeral de Vicente José, que luego terminó transformando por arte de magia la realidad de varios elementos más del entorno. En este episodio se puede entrever con probabilidad al autor desde la perspectiva del grosor de boricuas que ya habría interiorizado a estas alturas del partido el ser norteamericano sin que se dé cuenta, o sea, la del isleño que se ha metamorfoseado ora un tanto, ora bastante, ora mucho en términos de identidad en su evolución como lengua-cultura.

En última instancia, tales pasajes en que actúa el perfume cada vez que aparece en El escaparate puede tratarse de una cuestión de conciencia de lo que el autor ha devenido como intelectual y como pueblo a lo interno de una colonia como lo es Puerto Rico ante los Estados Unidos. A este respecto, al hablar del estado de las colonias en relación con las metrópolis, Pedro Henríquez Ureña sostiene que ellas son “una cosa sin alma, sin alma propia: sus modelos los recibe de la metrópoli” (Cfr. Mateo, Andrés L., ed. Pedro Henríquez Ureña: obras completas, escritos políticos, sociológicos y filosóficos. Vol. 5. SD: Editora Nacional, 2003). No por nada el perdón es una imagen recurrente a la que el autor vincula con el perfume, por la parodia blasfema que hace de la ideología católica como parte esencial de la herencia hispánica en la cultura puertorriqueña y latinoamericana, al dirigirse a una marrana blanca que ocuparía el lugar de la Virgen, la cual sería sacrificada y más tarde rescatada una vez terminan los efectos de la fragancia: “Bendita tú entre todas las cerdas” (57), escribe irreverentemente el novelista, como igualmente puede adivinarse otra parodia en el sacrificio del referido animal con el cuchillo suspendido en el aire, con resonancias del de Abraham cuando intenta hacer lo propio con su hijo Isaac en el mito bíblico. (56)

En el mismo tono, en las mismas invocaciones en que están insertas las del mamífero, el novelista satiriza, con similares patrones lingüísticos, otro elemento del legado judeocristiano, entremetido en ellos con ciertos ecos de la fraseología de los Diez Mandamientos, esta vez al dirigirse de nuevo a la cerda: “Ya no comerás sobras caseras ni malangas jojotas, porque tu vientre merece alimento sin impurezas que tuerzan tu vientre” (Ibid.), quizás veladamente dirigido, además de la que apunta a dicho legado cultural, a la clase política local genuflexa frente a los imperios, idea que ilustraría también de forma oblicua en la figura del perro sarnoso (Cfr. 62-64), historias a las que entronca con las de semejantes brutos: “antes de que el perfume se esfumara”, dice el novelista del personaje de doña Amparo, dueña de la marrana blanca, “se involucró en un asunto político. Por semanas se había debatido en la Asamblea Municipal dos propuestas: La primera otorgaba fondos para erigir una estatua en honor a Cristóbal Colón, justo a la entrada del pueblo, bajo el argumento de haber introducido el cristianismo en América” (59); lo cual, consideramos, sería una actitud un tanto valiente por parte del autor en lo que respecta a su visión sobre el influjo de los dos imperios y sus culturas por separado en la de Puerto Rico.

Para concluir, el escaparate como mueble es una metáfora de lo que es Puerto Rico en su resistencia cultural frente al coloniaje de los Estados Unidos a partir de 1898, cuando la isla cae en su dominio.  El verdadero ser de la isla, a sugerencia del autor, se encuentra en el campo donde se atesora, en contraposición con el estadounidense, con el cual lucha a lo largo de los años. Solo hay redención en el puertorriqueño si se reconcilia con sus raíces culturales de origen hispánico, y en menor proporción, de ascendencia africana; plan que luce cuesta arriba lograr, en vista de que la cultura norteamericana terminó ganándole el corazón a Luis, al final de la novela. No bastó sus grandes intenciones de haberse ido detrás de “algún pez de colores”, “nadando a ras sobre las mansas y turbias aguas”, para atraparlo con su nuevo equipo de buceo que había recibido por correo de los Estados Unidos, en busca de su propio rostro, el del origen hispánico de su cultura. No le resultó sino una empresa imposible; y más que ha tenido en mente hacerlo siguiendo en los pasos de la serie televisiva hollywoodense, Sea Hunt, en lugar de buscar el galeón Nuestra Señora de Atocha, hundido en 1622, en las proximidades de la costa de Florida, y todo lo que él contenía, vestigio de la vieja cultura latina que languidece en gran parte en la correspondiente norteamericana de Puerto Rico.