Conocemos bien el lamento dominicano sobre el destino que deparó la historia de compartir una pequeña isla con el país más pobre del continente. Por un par de siglos, la isla fue únicamente colonia española, pero la incursión imperial de Francia y sus conflictos con España llevaron a la división.
Sin duda, Haití es un país empobrecido que no ha podido establecer un mínimo aceptable de gobernabilidad y desarrollo económico. Se podría atribuir toda la culpabilidad al colonialismo, pero otros países que también fueron colonias han logrado mayor bienestar y gobernabilidad; República Dominicana, por ejemplo.
Esa realidad haitiana presenta serios desafíos a este país, y, por tanto, una lógica correcta debió haber imperado, tanto para proteger la República Dominicana, como para contribuir a mejorar Haití.
Pero el miedo es mal consejero, y en la República Dominicana prevalece el terror alimentado, sobre todo, por los beneficiarios de la mano de obra barata haitiana que necesitan demonizar a los haitianos.
Arropados por el miedo, los dominicanos viven de espaldas a Haití esperando que milagrosamente desaparezca el peligro, y no desaparecerá; la isla no puede cortarse, los haitianos estarán siempre ahí.
Por eso, desde hace mucho tiempo, debió impulsarse una política basada en el conocimiento de la sociedad haitiana, la modernización del comercio y la regulación de la migración.
Lamentablemente, ni el Gobierno ni las universidades destinan recursos para la investigación. Y, mientras muchos haitianos aprenden español y estudian en las universidades dominicanas (negocio rentable), a la República Dominicana le bastan los prejuicios y epítetos.
Tampoco se han hecho inversiones suficientes para modernizar los puestos de frontera de manera que mejore la organización del comercio y se controle el tráfico humano (no simplemente muro), con áreas seguras para los mercados binacionales.
¿Qué ha hecho la República Dominicana históricamente? Permitir la migración indocumentada de haitianos para trabajar en el sector agrícola y la construcción; ahora también en el turismo y los servicios domésticos.
Indocumentados y con bajos salarios, esos inmigrantes sobreviven, pero no prosperan, situación nefasta para cualquier país, porque los pobres que no mejoran sus condiciones de vida multiplican la pobreza.
Además, la República Dominicana ha cerrado constitucionalmente todas las vías para que los descendientes de esos inmigrantes indocumentados sean dominicanos. Así aumenta la población nacida y criada en territorio dominicano que nunca será dominicana y vivirá aquí sin nacionalidad. Están atrapados y sin salida.
Esa política se ha sustentado en el miedo que causa el crecimiento poblacional haitiano, caricaturizado en la expresión “invasión pacífica”.
Con el canal del Masacre tenemos ahora otra muestra de lógica ilógica. El Gobierno dominicano dice que en Haití no hay autoridad gubernamental y predominan las bandas (cierto en gran medida), pero cierra la frontera para, supuestamente, detener la construcción del canal.
Si no hay autoridad, entonces, ¿a quién se pone presión para detener la obra?
Con el cierre de frontera, el presidente Luis Abinader ha logrado lo impensable: unir a los haitianos a favor del canal. ¿Era ese el propósito dominicano? Supongo que no.
Repito una vez más, jugar política con el tema haitiano es muy peligroso.