El seudónimo creativo de Henri-Marie Beyle, el gran novelista del realismo francés del siglo XIX, era Stendhal. Cuando escribió su libro Roma, Nápoles y Florencia padecía una superación en el límite visual de observación de la belleza, por describirlo de alguna manera. Este autor versátil, que también cumplió funciones como cónsul de su país, era experto en escribir novelas de tramas con énfasis en las emociones y la psicología de los personajes. Una de las más relevantes, Rojo y negro, fue publicada en 1830; después llegaría La cartuja de Parma, en 1839, y muchas otras más.

Si bien sabemos que la expresión visual de todas las emociones y vicios humanos está representada por la pintura, este creador de la novela moderna francesa llegó a su éxtasis contemplando las obras de arte que conforman la ciudad de Florencia. Fue tal su ensoñación que casi perdió el sentido, llegando a sentir vértigos, mareos, una sensación de pérdida del control de su propio cuerpo, así como taquicardias. Años más tarde, por la intensidad de estos síntomas, se denominó “el Síndrome de Stendhal”.

No quiero ser aguafiestas, pero tal vez todo lo que él describió fue motivo de un tiempo prolongado sin ingerir alimentos, agua o azúcar, y una postura de hiperextensión del cuello. Estar tanto tiempo absorto mirando lo bello puede transportar a otro mundo, puede también que lo bello te sublime y te haga olvidar que eres mortal. Que vives en un mundo inmensamente injusto y que la mayoría de las veces convives con la injusticia y que, aunque quieras cambiarla, no puedes…

Y que cada vez la lucha por tus ideales se va debilitando, así como tu cuerpo, y que cada vez que miras la realidad quisieras convertirte en una obra de arte para mantenerte imperturbable, a pesar de las circunstancias; estar protegida por un marco y mantenerte dentro de ese instante que imaginó el artista, aunque sea como personaje secundario o terciario en un rincón rodeado de belleza por toda la eternidad, ya sea bailando o mirando en paz, protegido por lo bello, por lo eterno, por la magia del arte y todo lo que rodea la creación…

Florencia, la cuna del Renacimiento, la ciudad más bella del mundo o la que tiene más obras de arte, es en sí misma una obra de arte. Tanta creación, tanta belleza, hizo sentir a Henri-Marie Beyle el éxtasis en su propio cuerpo y experimentar “el Síndrome de Stendhal”.