A diferencia de lo que ocurre con el fracaso, el cual cuenta, al menos como tema, con una larga tradición en la literatura occidental, el éxito se perfila como una categoría resbalosa y sospechosa de poseer un muy escaso valor literario. No obstante, como no es posible confundir el éxito literario con el éxito social, político o económico, quisiera formular aquí dos preguntas que podrían permitirme situar dos aspectos inseparables de esta cuestión:
PRIMERA PREGUNTA: ¿A quién se le ocurriría pensar hoy que una persona favorecida por la fortuna NO podría convertirse en un escritor de éxito?
SEGUNDA PREGUNTA: ¿A quién se le ocurriría pensar hoy que una persona NO favorecida por la fortuna podría convertirse en un escritor de éxito?
Ambas preguntas ponen en evidencia que una de las formas de discriminación más veladas es la que consiste en descartar a priori a unos escritores y aprobar a otros basándose en espurios criterios de “clase” o “condición socioeconómica”, entendida esta como el factor determinante de esa “cultura” de la que todo escritor es un exponente.
Esto me recuerda algo que me ocurrió en una ocasión, mientras me hallaba en el extranjero. Cierta persona que ocupaba un puesto de relativa importancia en una universidad me propuso que escribiera una entrada acerca de la literatura dominicana para una enciclopedia de literatura hispanoamericana. “Eso sí”, me advirtió con parsimonia, “procura incluir únicamente autores de cierta prestancia social”. Aprendí muchas cosas escribiendo aquella reseña, pero muy particularmente, comprobé que era cierto aquello de que el pacto de la literatura con lo social siempre le hace un guiño al poder.
Tanto así que puede considerarse una pena que la palabra “ranguearse” no figure ni en el DRAE ni en el “Diccionario del español dominicano”. Quienes no conozcan su sentido, no obstante, pueden hacerse una idea a partir del término anglosajón [rank], el cual, según el Webster Dictionary incluye entre sus acepciones no solamente la de [relative standing or position], sino también y sobre todo, la de [grade of official standing in a hierarchy].
Fueron los escritores europeos del siglo XIX los primeros en intentar convertir a la literatura en una vía expedita para conquistar el prestigio social. La manera escogida para ello fue la institucionalización de los famosos “Juegos Florales”, los cuales fueron en su origen un antiguo evento religioso en honor a la diosa romana Flora. En 1858, con la Renaixença Catalana, se reeditan en Barcelona instaurándose para su celebración el primer domingo de mayo de cada año.
En aquella época, no obstante, las diferencias entre los escritores españoles participantes en aquellos juegos podían ser de tipo ideológico (republicanos o conservadores, “modernos” o “románticos” contra “clásicos”, etc.) pero no de tipo económico ni de clase.
No obstante, en la República Dominicana, donde los Juegos Florales que se instituyeron en la ciudad de La Vega a partir de la primera década del siglo XX convocaron el interés de las familias de prestigio socioeconómico, los Juegos Florales estuvieron marcados desde el principio por un funcionamiento de carácter exclusivista. Se trataba, en efecto de premios de consagración social. Y para esto, como se sabe, no siempre ha sido necesario tomar en cuenta el valor literario.
Los Juegos Florales se continúan celebrando en países como El Salvador o Guatemala, donde dichos eventos revisten un carácter oficial al estar acogidos por los respectivos Ministerios de Cultura de dichos países. De hecho, en 2009 se celebraron en nuestro país los Primeros Juegos Florales del Caribe. En esa oportunidad, el evento estuvo dedicado al merengue.
Hasta mediados de la década de 1980, más o menos, era común la creencia de que el tiempo era el único juez capaz de determinar la trascendencia de los escritos literarios. Era entonces muy común escuchar o leer alguna variante de la frase: “lo importante es la obra”, en la que el acento emocional siempre caía sobre la palabra “obra”.
No obstante, basta con echar hoy un vistazo a los nombres de los ganadores de los Juegos Florales dominicanos para comprender lo que sucede con algunas de las sentencias del famoso “tribunal de la historia”. Nombres como el de Porfirio Herrera Velásquez (1881-1974), prominente abogado y político oriundo de San Cristóbal, quien obtuvo dos coronas de Laurel de Oro y una medalla de oro en los Juegos Florales de 1908 por sus poemas “Homenaje a la mujer dominicana”, “Alma extraña” y “La fuente”, o como el de Trina de Moya de Vásquez, esposa del presidente Horacio Vásquez, la autora del “Himno a las madres”, cuya composición titulada “La Patria y la mujer dominicana” resultó ganadora del premio en 1915 en los Juegos Florales de La Vega. En ese mismo evento obtuvo el primer lugar el poeta Ramón Emilio Jiménez. Y en la edición de 1924 de los Juegos Florales, el primer lugar lo obtuvo el poeta Furcy Pichardo.
Ciertamente, hoy los nombres de estos y otros ganadores de aquellos Juegos Florales designan calles en varias ciudades del país. No obstante, casi nadie conoce los poemas de esos autores. El problema es más complejo de lo que parece a simple vista, pues el valor literario no parece ser algo cuya determinación esté al alcance del público no iniciado.
En otras artes como la música, la pintura o la escultura, a pesar del severo cambio de paradigma que impusieron los -ismos que proliferaron a partir del último cuarto del siglo XIX, el dominio de la técnica sigue siendo un muro de contención ante cualquier intento de confundir el capital económico con el capital simbólico.
En literatura, en cambio, siempre ha sido relativamente fácil sacar provecho a la confusión entre estos dos “capitales”. En efecto, no es cierto que esta sea, como se suele decir, una consecuencia de la profunda crisis que afecta el sector editorial. En nuestra época, como en cualquier otra, siempre ha sido fácil convertirse en un autor “famoso”: solamente se necesita tener dinero o subirse al carro triunfalista de un partido político para disfrutar de sus famosos cinco minutos. ¿Tiene de malo querer ser exitoso? ¿Tiene algo de bueno? Cada quien debe sentirse libre de responder estas preguntas, ya que en ningún caso su respuesta será capaz de convertirlo en un “mejor” escritor.