En una ocasión previa por esta misma vía de Acento escribí sobre la lectura como fuente de felicidad y lo es, pero, como casi todo lo humano, el asunto es más complicado. Nuestra relación con la literatura también es ineludiblemente compleja. Hoy quisiera abordar esa complejidad, dirigiendo la mirada hacia la literatura marginal y los libros que nadie lee, mientras cuestiono el concepto de la “gran” literatura.
Cuando era un niño y vivía en un barrio popular de la capital dominicana, El Capotillo, recuerdo que no teníamos libros en casa. De vez en cuando, aparecía alguna edición de un Nacho, estrujado o con páginas rotas o faltantes que acaso habían sido utilizadas para encender el fuego de un anafe o como elemento básico para el baño. Éramos demasiado pobres para lujos y superfluidades tales como los libros. Aprendí mis primeras letras con el periódico y ejercité mi imaginación con las radionovelas que escuchaban mis tías y otras mujeres mientras ejercían sus labores cotidianas en el patio del vecindario. Kalimán era mi favorita. A pesar de tanta precariedad y las contrariedades, con un poco de suerte, la ayuda de un par de maestros cariñosos y mi propio impulso, me convertí en lector.
Desde entonces, he leído mucho y ampliamente, haciendo las lecturas obligadas (los Cervantes, los Shakespeare, Los Borges, etc.) por supuesto, pero siempre con una predilección por los libros más raros. Me refiero a esos libros que no aparecen fácilmente. Nunca son colocados (si los tienen) en los estantes delanteros de las librerías, sino en la parte trasera cogiendo polvo. Una vez en una librería de Nueva York, hace muchos años, el dependiente de la librería a quien le preguntaba por algunos títulos me dijo con cierta frustración impaciente “tus libros son libros que nadie quiere. A nadie le interesan”. Acaso pensaba que me insultaba, pero yo tomé su comentario como un elogio.
Muevo mar y tierra para encontrar los libros que me importan o que me llaman. Y he tenido la suerte de contar con un buen amigo que con todos sus recursos siempre ha apoyado mis emocionantes odiseas bibliofílicas de ultramar. Recuerdo el lío que armamos para ubicar en una librería de Londres un ejemplar antiguo de Ferdydurke de Gombrowicz, mucho antes de que se volviera a reeditar internacionalmente en múltiples lenguas. Se tardó, pero logramos alcanzar ese objetivo.
Durante la última odisea pudimos rastrear el único ejemplar que al parecer quedaba en toda España de la edición del 1993 de la novela Jardín de la olvidada escritora cubana Dulce María Loynaz. Su única novela, fue escrita en 1935 pero no llego a ver luz sino hasta 1951 en la editorial española Aguilar. Y, en Cuba no fue hasta, 1992, solo después que Loynaz ganara el Premio Cervantes. Por no asimilar su estética a la corriente política dominante, esta autora fue marginada por el régimen y obligada a autoexiliarse, a recluirse, en su casa por décadas. En Jardín, Loynaz se pregunta qué se pierde cuando arrinconamos o ignoramos la flora que nos rodea y qué ganamos cuando la cuidamos. Una amiga de mi amigo encontró esta hermosa novela en la bodega de una pequeña librería en un rincón de Galicia. Eso fue durante el confinamiento.
Los libros que adoro leer no pertenecen a la literatura establecida. Es decir, no han sido escogidos por la aristocracia cultural ni por el mercado literario dedicado al consumo de las masas.
La aristocracia cultural es aquella que afirma con su mirada omnipotente que un libro u objeto es “universalmente” reconocido como hermoso o significante. Está compuesta por agentes culturales asentados en instituciones del gobierno, pujando por establecer los valores de la gran literatura nacional, o en la universidad por aquellos que fijan el discurso cultural oficial o de vanguardia.
Por otro lado, está la oferta del mercado. Como explicara Bourdieu, el mercado ofrece productos culturales reforzando lo que se considera aceptable y desalentando lo que se considera inferior. Esto sucede mediante la aplicación de sanciones positivas y negativas, como por ejemplo, en la determinación de la colocación del libro en la estantería o vitrina de una librería.
En cuanto a la literatura predilecta de la aristocracia cultural, la tendencia es hacia los textos grandilocuentes y pomposos, aquellos que Walter Benjamin identificó como tomos pesados. El problema no es el tamaño, sino que su composición está impregnada de una exposición prolongada y prolija que busca deslumbrar con su peso y prosa autoritaria. Con respecto al mercado literario, la tendencia es hacia las narrativa o poesía que ha superado la lucha competitiva por destacarse. Y el texto o escritor más destacado suele ser aquel que junta más signos de distinción, satisfaciendo la inversión editorial o prometiendo ganancias.
En efecto, los y las consumidoras se mueven por instinto hacia lo que les gusta leer y lo que les produce mayor goce. Sin embargo, ese instinto, muchas veces, es tan solo una ilusión porque ha sido creado por la creencia, según Bourdieu, de estar participando en el juego sublime que produce el juego. Por su parte, las y los escritores se mueven por su instinto creador, pero ignorando o disimulando el deseo de las ganancias de capital o simbólicas, tales como el dinero, el sexo, el poder o la fama convencional. No niego que exista una literatura “comprometida,” que obra por la construcción de un mundo mejor, pero es cosa de una radical aunque minúscula minoría. Entretanto, el rey mercado ordena la adquisición y el consumo de determinados libros prometiendo o garantizando ciertos beneficios y recompensas.
En cambio, la literatura marginal, la que me importa, no desea ser legitimada ni mucho menos afamada. Su tendencia es fracasista, como explica el escritor español Enrique Vila-Matas en su prólogo a La tentación del fracaso, libro del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. Es fracasista porque se tiene una percepción realista y desencantada de sí mismo. Asimismo, le importa un pepino o muy poco tener éxito y, por más paradójico que suene, crece en la adversidad y la derrota.
Otro nombre por el cual nos referimos a esta aproximación alternativa a las letras es “la literatura negacionista” o “la literatura del No”. Se trata de la producción escueta de aquellas escritoras y escritores que se rehusaron a escribir mucho, no les inquieta el carecer de patria letrada o no pertenecer a un gremio literario y creyeron poco en la reivindicación humana mediante la inteligencia y las palabras.
Acaso querían escribir algo pero prefirieron dejarse arrastrar por las corrientes salvajes de la auténtica creación o de la vida. Representantes de la literatura del No incluyen a Juan Rulfo, quien después de escribir una de las novelas más breves y hermosas del siglo veinte, Pedro Páramo, no volvió a publicar nada más en treinta años.
Pocos sospechan que la literatura marginal contiene miles de maravillas. Para destacarla, aquí vale la pena tomar prestadas las frases con las cuales Vila-Matas describe el libro de Ribeyro: “una caja de sorpresa, un modelo de elegancia, un valioso conjunto de experiencias, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados”. Buscando eso, satisfacer mi curiosidad natural y curarme de los estragos a que me expone diariamente el trabajo y la sociedad consumista, he armado una cabecera de libros y autores rarísimos. Me gusta pensar que por la noche vigilan mi sueño, curan mi alma y por la mañana me abren la ventana al día.
Acaso en otra ocasión pase revista completa. Pero sí quisiera mejor aprovechar esta oportunidad para destacar a uno de esos grandes libros inclasificables que acabo de leer, con la esperanza de que lo alcance el radar de la lectora curiosa. Se trata de Verdolatría: la naturaleza nos enseña a ser humanos (Turner, 2018) del escritor español y maestro de secundaria Santiago Beruete. Ensayo de antropología y biofilia, libro de filosofía, manual de jardinosofía, el texto, como confirma una amiga a quien le acabo de regalar un ejemplar, atrapa desde el principio.
La “jardinosofía” es el lente que Beruete utiliza para examinar los orígenes y evolución de los jardines al mismo tiempo que relata la historia de amor y perseverancia de varios jardineros o contempladores de los jardines a través de los siglos en diversas culturas. Por ejemplo, Beruete relata la fascinante historia del banquero-jardinero Albert Kahn que perdió su fortuna a causa de la Gran Depresión y tal vez por su gran inversión en proyectos filantrópicos, tales como “Los Archivos del Planeta,” una colección fotográfica para documentar edificios y culturas de todo el mundo y la construcción de un fabuloso jardín donde la intelectualidad pudiera reunirse.
Al mismo tiempo Beruete ofrece algunas reflexiones sobre la evolución de su propio pensamiento como pensador escepticista y como maestro de jóvenes vulnerables. Su capítulo sobre los retos y las posibilidades para la educación y los educandos y sus énfasis en el oficio de “sembrar espíritus” es el ensayo más estimulante que he leído en mucho tiempo y me anima a seguir con mi trabajo y experimentos pedagógicos en el aula. Simplemente hojeando la bibliografía, descubrimos que estamos ante un festín de la literatura científica y ensayística más accesible y emocionante de las últimas décadas. Su única deficiencia, para mí, es que no incluyó ninguna reflexión sobre la jardinosofía de Dulce María Loynaz.
La tesis que aventura Verdolatría es simple y urgente: mirarnos en el espejo de las plantas es relevador porque nos ayuda “a descifrar las contradicciones que nos constituyen como individuos y como especie” y porque nos recuerda que tenemos raíces que nos conectan a todo lo orgánico y vivo que existe en la tierra y que somos responsables por el cuidado y la protección de la biodiversidad. Verdolatría es una invitación a “verdografiar”, o sea, deleitarnos y dejarnos transformar por el mundo vegetal en seres más reflexivos, creativos y cariñosos con las plantas y los animales. Y esa es otra de las maravillas de la literatura marginal, su celebración de las criaturas más pequeñas y frágiles.
*Una versión abreviada de este texto apareció en El Post Antillano.