El término legitimidad es empleado en la teoría jurídica y política con diversos significados para abordar la justificación última del poder. Esta justificación no puede lograrse, según Bobbio, sin recurrir a valores o reglas que, a su vez, son el resultado de esos valores. El problema de la legitimidad suele abordarse en la teoría del Estado a partir de supuestos filosóficos sobre la naturaleza humana, la sociedad y la historia que provean las mejores razones para justificar por qué el poder debe ser obedecido. Su importancia radica en que “hace del poder de imponer obligaciones un derecho, y de la imposición de la obediencia a los destinatarios un deber, transformando una relación de mera fuerza en un vínculo jurídico”, e invirtiendo la interacción entre Derecho y política: “ya no es el poder político el que produce el Derecho, sino el Derecho el que justifica el poder político”.

El presente artículo utiliza el concepto de legitimidad en un sentido eminentemente sociológico para explicar la aceptación que, en términos generales, tiene un ordenamiento jurídico ante sus destinatarios. Esto supone que las normas jurídicas sean percibidas como vinculantes y merecedoras de obediencia voluntaria, es decir, sin necesidad de que la autoridad recurra a mecanismos coactivos para imponer sus mandatos y obligaciones. La aceptación voluntaria es crucial para el funcionamiento estable y pacífico de cualquier ordenamiento jurídico, ya que fomenta un ambiente de respeto y cumplimiento del Derecho en base al impulso interno o convicción como elemento motivador y no por temor a sanciones o amenazas de castigo.

Corresponde a Weber una de las teorías más influyentes en el estudio de la legitimidad. Él concibió la legitimidad del Estado y el Derecho modernos a partir de reglas racionalmente formuladas. Esto significa que el poder de mandar y de ser obedecido se ejerce de manera abstracta e impersonal a través de normas generales que excluyen la acción arbitraria de la autoridad y permiten la previsibilidad con base en el vínculo de medios-fines. Sin embargo, Kriele considera que en la actualidad la racionalidad formal weberiana no es suficiente para abordar el problema de la legitimidad y propone que sea complementada con una racionalidad material que permita evaluar las razones en que se basan las normas particulares y el ordenamiento jurídico en general.

La legitimidad del ordenamiento jurídico no puede ser evaluada desde la moral individual, ya que, como explica Díez-Picazo, el Derecho es un fenómeno esencialmente social que no puede ser reducido al individualismo extremo. “La base y la raíz de un ordenamiento jurídico sólo pueden encontrarse en la conciencia colectiva o, si se quiere decir de otro modo, en las convicciones generales o generalizadas de un grupo social”. Las normas que reflejan estas convicciones son legítimas, ya que su legitimidad proviene del consensus, es decir, la adhesión, aceptación o aquiescencia de la mayoría de los integrantes de la sociedad. Este consenso encuentra sustento no sólo en la posible coincidencia de la moral individual o la moral crítica con la moral social, sino además en las experiencias compartidas y posiciones reflexivas que contribuyen a sostener el pluralismo característico de las sociedades democráticas.

La moral social puede variar en atención a las necesidades específicas de cada sociedad, o incluso debido a la superstición y la ignorancia. Sin embargo, como sostiene Hart, las sociedades que han alcanzado la diferenciación normativa entre la moral social y el Derecho siempre incluyen en aquella ciertas obligaciones y deberes que requieren sacrificar intereses personales para asegurar la supervivencia colectiva. Esto supone reconocer que la moral social incorpora reglas mínimas de racionalidad material que definen un espacio común de valoraciones socioculturales compartidas que garantizan la posibilidad del consenso como criterio de legitimidad. Si estas reglas básicas no se observan comúnmente en la interacción comunitaria, es poco probable que el orden jurídico y político pueda perdurar por mucho tiempo sin apelar al uso excesivo y abusivo de la fuerza.

Que la legitimidad del Derecho esté sustentada primordialmente en la moral social resulta crucial para comprender la disposición mayoritaria de la ciudadanía a obedecer sus mandatos y obligaciones. Un ordenamiento jurídico suele ser considerado legítimo cuando existe una congruencia generalizada entre la moral social y las normas jurídicas; pero no se puede obviar que la interacción entre el Derecho y la moral es de doble vía, ya que el Derecho puede promover o acelerar cambios morales a lo largo del tiempo. Además, en las sociedades democráticas, la moral social es inherentemente difusa porque, como plantea Rawls, coexisten múltiples cosmovisiones morales en competencia, por lo tanto, es necesario encontrar un denominador común para lograr un consenso entrecruzado que garantice un espacio suficientemente amplio para una pluralidad de vivencias razonables.

Ante las dificultades que afrontan las sociedades democrático-pluralistas para articular un consenso material que sintetice fielmente los diversos ideales compartidos de sus integrantes, surge la propuesta de Habermas de institucionalizar procedimientos permeables a los discursos morales que permitan a los destinatarios participar como iguales y libres en la formación de la voluntad general, “en la que la única coerción que puede hacerse es la coerción sin coerciones que ejercen los buenos argumentos”. Sin embargo, el consenso que arbitran los procedimientos deliberativos para fundamentar la legitimidad del Derecho es imperfecto o incompleto, ya que no asegura decisiones infalibles, sino que siempre estarán sujetas a debate y revisión, ni elimina la necesidad de contar con mecanismos coactivos para hacer cumplir las disposiciones jurídicas en caso de necesidad.

Acierta Atienza al advertir que “del hecho de que exista consenso, o sea, una disposición generalizada a obedecer la autoridad, [no] se sigue que lo establecido por la autoridad es, sin más, justo”. Pues, la justificación que ofrece la legitimidad (al abrigo de valores de moralidad social tamizados por procedimientos deliberativos) no está exenta del riesgo de dominación arbitraria a partir de razones defectuosas, ideologías aparentes o pretextos inconsistentes al servicio de quienes detentan el poder jurídico y político. Se explica así la importancia que hoy asume el Estado de Derecho, según Böckenförde, como concepto político de lucha que incorpora la dialéctica entre Derecho y moral como presupuesto de racionalidad material, para permitir la crítica interna de las instituciones, normas y decisiones conforme un fundamento de la legitimidad que garantice los derechos fundamentales y la limitación del poder del Estado.