Desde hace un tiempo he asumido el discurso de que en nuestro país la política se ha judicializado en una forma tal que, no transcurren algunas horas para que un caso de corrupción intente de forma voraz comerse al otro, como si se tratara de una industria de hechos punibles en franco apogeo, aprobada por el amarillismo con que se manejan la información que se traduce en pan y circo para una gran parte de la población que sólo piensa en el alza del musáceo aquel.

No podemos encontrar una causal a este desbordamiento de conductas delictuales sin apreciar, aunque sea brevemente, la mirada realizada al sistema ético por dos grandes: Aristóteles y Kant.

El sistema ético de Aristóteles se concentra en la noción del bien como connatural al hombre que busca su realización personal y social en busca de la felicidad. Para cumplir esa meta, son las virtudes que juegan el papel central. Nadie puede ser feliz sin que se desarrollen virtudes a nivel intelectual como la prudencia, o a nivel moral como la justicia, el coraje, la perseverancia.

La cuestión de la moralidad no funciona sin un ser humano que conoce, desea y está afectado. La idea que existe un bien objetivo, realidad y orden explica que haya también en el hombre una fuerte aspiración a la racionalidad y a la objetividad en término de valores.

Esa idea corresponde a la intuición de que es posible de juzgar el bien según criterios estables. Su ética refleja en verdad una gran parte del sentido común, pero su punto débil se notará en la historia humana: para alcanzar la felicidad, cada uno, cada pueblo, pisará los pies del otro en nombre de su definición del bien, correspondiente a los intereses de su grupo particular, ya sea étnico o nacional.

Ahora bien, a mi juicio, Kant revolucionó la mirada ética, ya que de alguna manera este tenía la preocupación de fondo de ir más allá de los intereses particulares: “la razón práctica es el verdadero instrumento de la ética, este es el origen de la acción ético-moral, de modo independiente de los deseos o inclinaciones”.

La demonstración de Kant es bastante extensa, pero alcanza al famoso imperativo categórico, principio de acción base de los derechos humanos modernos, que motiva a actuar en dirección del justo, enfatizando el deber puro: “obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como fin, y nunca sólo como un medio”.

Este autor distingue entre deber como constricción de la voluntad, es decir, la obligación proveniente de afuera como si fuera una orden militar, y el deber puro, generado por la razón práctica, de manera autónoma, por la libertad del sujeto que hace suya una ley guía, en forma de una máxima universal: “obra como si tu máxima debiera servir al mismo tiempo de ley universal para todos los seres racionales”.

La política de este tiempo se ha judicializado porque muchos de sus actores han renunciado hace tiempo a ese deber moral puro: casos demostrables de corrupción administrativa, los militares y policías de la droga, los legisladores de riquezas amañadas y algunos comunicadores que van oliendo detrás parte del polvo que los primeros van dejando caer de sus narices.

Apreciados Kant y Aristóteles, en la medida que les pensaba dejaba salir lentamente este artículo, que en su conclusión podría oler a desánimo, sin embargo, el deber moral y la realización social en busca de la felicidad me sostienen, al compás de un susurro en mi oído de Luther King, mientras escucho algo de Cortez: “si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”.