En el cuento de Borges se lee: ‘… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir” (449). Pierre Menard reescribe la misma cita de cervantes (¿o Benengeli?), sólo que cambia de sentido, al ser reescrita en el siglo XX. Pedro San Miguel, por su parte, cuestiona la historia como “verdad”, cuando escribe: “Si se asume que el conocimiento científico debe generar una “verdad” sobre la realidad, ¿cómo conciliar esta concepción con obras, de factura nacionalista, que alegan que sus respectivos relatos constituyen la verdad histórica, esa que se declara “científica” —por ende, “objetiva”— debido a que habría seguido las prescripciones del “método histórico”?” (213). De manera que, para San Miguel, la alegada “verdad histórica” vendría a ser hija del nacionalismo dominicano construido en la narración historiográfica. Su empeño a lo largo de todo el libro consiste, precisamente, en develar la ideología de los historiadores, cuyos intereses de clase y raza se hacen pasar como verdad. En el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”, se encuentra el concepto que San Miguel desarrolla: “La verdad histórica, para él [para Menard], no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (Borges 449). Es decir, que los historiadores de las élites estructuran una “narración”, de acuerdo con su visión del mundo.
Según Manuel García Cartagena, los historiadores dominicanos plantean la historia como “el espejo de la verdad”. Considero que dicho espejo debería ser un “espejo quebrado”, tal y como propone Pierre Macherey, con respecto a la ficción, ya que sólo alcanza a reflejar “fragmentos” de la realidad social. Para complicar un poco más el asunto, la historia no sólo sería el reflejo fragmentado de la verdad, muchas veces distorsionada, sino también que las “causas están ausentes”, según Fredric Jameson. Entonces, ¿qué hacer con respecto a la fragmentación, distorsión y reflejos de reflejos? Para cerrar esta sección, dejaré que sea el mismo San Miguel quien dilucide el papel del historiador en la escritura:
“[La historiografía] Es, a la par, un ámbito privilegiado en la formación de discursos canonizantes que, a diferencia de los discursos ficcionales, pretenden validar su “saber”
amparados en el ropaje “objetivo” de la “ciencia”. Así se busca, en el acto mismo de la enunciación, transformar saberes particulares, parciales, limitados, contingentes e interesados en la verdad, en el único saber legítimo y valedero. La historiografía es una práctica, un ejercicio de poder: trata de imponer consensos en torno al “pasado”, su particular ámbito de acción. Apela a los antepasados, las genealogías, las figuras “patricias” (usualmente masculinas), los “hechos” seminales, los actos fundacionales y los procesos germinales, en un esfuerzo por generar identidades fuertes, ancladas en lo primigenio” (67).
Entre los discursos que la historiografía dominicana ha fundado se encuentra el primitivismo anti-haitiano. En el capítulo “Discurso racial e identidad nacional: Haití en el imaginario dominicano”, San Miguel destaca la peculiar situación de dos países compartiendo una misma isla: Haití y la República Dominicana. Haití, primera república negra del mundo y segundo país independiente de América, después de los Estados Unidos, se convierte muy pronto en el otro-vecino y en el otro-dentro, a partir de cuya negación se construirá la identidad nacional dominicana. San Miguel señala que “A la matriz racista del discurso dominante, de origen colonial, habría que añadirse el antihaitianismo” (75). Los principales intelectuales del discurso antihaitiano, que denomino primitivista, son Joaquín Balaguer, Manuel Arturo Peña Batlle y, actualmente, Manuel Nuñez.
San Miguel rastrea el discurso racista desde Antonio Sánchez Valverde en Idea del valor de la isla Española, en lo que él denomina “Utopía esclavista”, pasando por Francisco Bonó y su proyecto mulato nacional hasta desembocar en la hispanidad de Peña Batlle y Balaguer. El corolario del antihaitianismo fue el genocidio de 1937 ordenado por el dictador Rafael Leonidas Trujillo y en el que fueron asesinados más de 20 mil nacionales haitianos, dominicanos y dominico-haitianos. Considero que ese shibboleth funda la “Patria Nueva” de Trujillo y en consecuencia el discurso antihaitiano moderno.
“La verdad histórica… no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió” (Borges 449) en los fragmentos del espejo roto recogidos por los historiadores. Y para San Miguel, Juan Bosch nos “cuenta” su historia. El verbo “contar”, en el título del capítulo “Para ´contar´ la nación: Memoria, historia y narración en Juan Bosch”, no es una mera coincidencia, ya que como cuentista, al igual que Borges, Bosch narra la historia, clara alusión al libro Nación y narración de Hommi Bhabha y al concepto de Hyden White acerca del carácter narrativo y ficticio de la historia.
Juan Bosch, como “el último cuentista”, en sentido benjaminiano, es crucial para entender la historia contada de la República Dominicana. San Miguel aprovecha esa cantera del cuentista viajero para examinar cómo se articulan los viajes de Bosch y sus experiencias con el campesinado dominicano. Existen dos tipos de cuentistas: aquellos sedentarios que, sin haber salido de su aldea y ligados al terruño, son depositarios de la tradición oral; y otros que han viajado, por el país o en el extranjero y, a su regreso, comparten sus “experiencias” y aventuras del extranjero con sus coterráneos. Walter Benjamin no descarta la posibilidad de reunir estos dos tipos de cuentista en uno solo (“El narrador” 112-113). Por eso, explica: “Para el campesino o marino convertido en maestro patriarcal de la narración [cuento], la corporación había servido de escuela superior. En ella se aunaba la noticia de la lejanía, tal como la refería el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia del pasado que prefiere confiarse al sedentario” (“El narrador” 113). Bosch realizó dos tipos de viaje que caracterizan su errancia: los viajes por los campos del Cibao y la Línea Noroeste, acompañando a su padre José Bosch, quien solía llevarlo consigo en viajes comerciales para la compra, venta o intercambio de productos; y los viajes en el extranjero, que lo llevaron desde su temprana infancia por países como Haití, España y, luego, en su etapa adulta, Cuba, Costa Rica, Venezuela, Chile, Francia y Bolivia.
San Miguel analiza la conjunción del pensamiento político y el pensamiento “lírico” (Bourdieu) en la obra de Bosch, y, entonces, sugiere “una interpretación de la obra de Bosch- que, aunque propone una ruptura o, al menos, un deslizamiento, por otro lado, nos permite comprenderla como la evolución de un proyecto nacional modernizador” (162). San Miguel identifica dos etapas: la cuentística y la ensayística, y allí es donde encuentra la transición del pensamiento lírico al pensamiento político.
En La isla imaginada, Pedro San Miguel, en su análisis, reescribe la historiografía dominicana, desarticulando las ideologías epocales de las élites intelectuales, a la vez que hace una crítica cultural sopesada -no exenta de ironía- y, finalmente, un agudo análisis del discurso. La isla imaginada es un libro esencial para especialistas e interesados no solo en la historia y la cultura dominicanas, sino también caribeñas.