Desde que el estrecho de Bering, o las vías oceánicas del Pacífico y Atlántico, se convirtieron en camino de los primeros humanos para el ingreso al continente que hoy conocemos como América, y dieron forma a los pueblos que conocemos como originarios, lo que luego sería Latinoamérica pasó por siglos de actividad interior sin que su quehacer doméstico se convirtiera en parte de la agenda llamada a definir acciones de impacto en el exterior; en la vida de pueblos que estuvieran al otro lado de las fronteras terrestres o marítimas, en otros continentes, en otras realidades transoceánicas .
De acuerdo con investigadores que han hurgado en la historia precolombina, desde los distintos pueblos americanos, en sus diferentes estadios civilizatorios, el continente americano fue una monumental “isla” o un monumental territorio archipelágico desconectado de otras civilizaciones, hasta que el marinero genovés, Cristóbal Colón, arribó por accidente a tierras desconocidas para la Europa del siglo XV, aunque arqueológicamente quedó demostrado que los vikingos ya habían pisado y explorado sus suelos.
Desde los primeros exploradores y habitantes, las tierras americanas eran un objeto o un objetivo, que comenzó a tener importancia global a partir de la llegada de los españoles en 1492. Los primeros en llegar, arrastrados por la necesidad migratoria del que busca mejores condiciones de vida, encontraron hogar desde Alaska hasta la Patagonia sin que convirtieran los caminos por los que llegaron, en corredores con tráfico permanente de doble vía. Igual ocurrió con los vikingos que llegaron, exploraron y retornaron a sus lugares de origen sin crear un vínculo con el territorio explorado.
Los españoles, sin embargo, llegaron, volvieron a sus puertos de origen, pero programaron su retorno, y con ellos todo el mundo europeo decidió venir hasta convertir al “nuevo” continente en un extraordinario escenario geopolítico que llegó a ser el punto de referencia y convergencia para la codicia, convirtiendo a el Caribe -puerta de entrada al mundo desconocido- en “la frontera imperial”, como definió Juan Bosch a Las Antillas en su libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro.
La llegada de los europeos con todo lo que representó la conquista -despojo, sometimiento, esclavitud, dominio absoluto- fue creando un espacio nuevo que inició en México y terminó en la Patagonia. Un idioma se impuso como lengua oficial en los territorios conquistados, pero esa lengua se enriqueció con palabras de los pueblos originarios y con los idiomas que trajeron los esclavos desde las diferentes tribus de África. Al idioma se le sumó una forma de alimentación propia, música, instrumentos musicales y toda suerte de expresión artística que de a poco fueron configurando una nación dispersa entre las colonias europeas.
Las riquezas generadas por Europa desde sus colonias en América fueron inmensas. Los esclavos sacaban de la caña producida en la parte occidental de la isla La Española casi todo el azúcar que consumía el mundo. Y desde allí se exportaba tabaco, cacao, algodón, añil, madera, cuero; en fin, que para el siglo XVIII, esta colonia francesa era la más productiva y rica de todas las colonias. Pero la sustracción de riquezas se extendió por toda la región, teniendo al oro como el mejor botín de la conquista. Potosí fue quizás, o sin el quizás, el punto donde se concentró con mayor fuerza de la codicia.
Para esos años, que fueron siglos, la América Latina que se forjaba, era, en términos geopolíticos, sólo un objeto o, pudiera decirse, un objetivo. Contaba para el resto del mundo en tanto representara una fuente de riquezas sin importar el sufrimiento humano que el despojo dejaba a su paso. Esta realidad cambió poco cuando el germen de la libertad comenzó a expandirse desde que Haití proclamó su independencia en 1804 y Simón Bolívar, José de San Martín, Juan Pablo Duarte y otros libertadores, sembraron de repúblicas la región, pues con las colonias convertidas en países, la dependencia no terminó como tampoco terminó el saqueo. El propio Bolívar y posteriormente José Martí pronosticaron que la dependencia de Europa se trasladaría al norte de nuestro continente y, en efecto, nos convertimos en patio trasero y seguimos siendo la parte marchitada y trasatlántica del jardín del viejo continente.
El surgimiento de Estados Unidos como potencia dominante nos convirtió en víctima de la Doctrina Monroe, en parte de su área de influencia, en región periférica sin más peso geopolítico que el que nos daba el nivel de dependencia que entrañaba la expresión “América para los americanos”, que tuvo como instrumentos de control a la Unión Panamericana que derivaría en la Organización de Estados Americanos (OEA), al Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y otros organismo que, aunque dirigidos por latinoamericanos, respondían o responden a una agenda estadounidense impuesta desde el criterio del hermano mayor.
Sin embargo, el dilema de la dependencia y la autodeterminación comenzó a definirse a partir de los grandes cambios experimentados en los cimientos de la política internacional, luego del derrumbe del muro berlinés, la breve unipolaridad y el paso a la multipolaridad que ha permitido a América Latina diversificar sus relaciones comerciales y diplomáticas, pues ya no es Estados Unidos el mayor socio comercial de nuestros países, una sociedad comercial que se impuso durante años a base de coacción diplomática, económica y hasta militar.
Latinoamérica se ha ido insertando en la nueva arquitectura geopolítica, en principio gracias a su crecimiento debido al alto precio de los “commodities”, y luego, a la llegada al poder de gobiernos de carácter progresistas que no sólo definieron una agenda propia para sus países, sino que tuvieron la visión de crear esquemas de integración regionales como la Unión de Naciones Sudamericana (Unasur), el fortalecimiento del Sistema de Integración Centroamericano (SICA) y la Comunidad Latinoamericana y Caribeña (Celac), la gran sombrilla que aspira a estructurar lo que sus creadores definen como la gran patria grande.
Estos y otros esquemas integradores, no sólo procuran la facilitación del comercio, sino la unidad económica, cultural y política de los países latinoamericanos. Por ello el acercamiento entre los pueblos de la región a través de sus gobiernos, tienen cada día a resolver sus controversias o diferencias en el marco de estas plataformas integradoras, papel que tradicionalmente jugaba Estados Unidos o Europa, siempre de acuerdo con sus intereses. Pero, además, y esto es verdaderamente resaltable, se presentan como unidad frente a terceros países o proyectos similares para negociar sus beneficios en conjunto.
América Latina no sólo no es un patio trasero o transoceánico, sino que se ha consolidado como la segunda región emergente después de Asia, siendo por años, junto al continente asiático, el motor de la economía global. No hay que olvidar que Brasil se convirtió en la sexta economía mundial, aunque luego pasara a ocupar la décima posición y México se ha comenzado a proyectar como la décima; tampoco hay que olvidar que empresas del gigante suramericano, que empresas del país del mariachi y empresas del país que vio nacer a Pablo Neruda y Gabriela Mistral, se convirtieron en transnacionales con inversiones en países de la región, además de en África, Europa, y en los propios Estados Unidos, desplazando incluso a empresas europeas y estadounidenses.
El papel que comienza a jugar Latinoamérica tras su inserción en el nuevo esquema internacional ya no es en calidad de objeto u objetivo, es en calidad de sujeto, en razón de que es la segunda región emergente del mundo, debido, no a cuestiones diplomáticas, sino a la recomposición de los mercados y el papel cada vez más activo en su aporte a la economía mundial, a su importancia como región con recursos naturales que van desde el tradicional petróleo, oro, cobre, bauxita, agua, oxigeno, hasta el codiciado litio y las tierras raras, tan necesarias para el desarrollo de las nuevas tecnologías; riquezas administradas con una visión más apegada a los intereses de sus dueños, los latinoamericanos.
No basta, sin embargo, conque América Latina disponga de cuantiosos recursos naturales y de una población de 600 millones, mayormente joven. La región necesita enfrentar el reto de la desigualdad anclado en un sistema educativo deficiente que no genera los profesionales que demanda una sociedad moderna acosada por desafíos que le enrostran a nuestros países un futuro incierto que más que futuro es presente, pues todavía prevalecen las economías primarias: somos exportadores de materia prima e importadores de productos manufacturados con nuestras materias primas.
Los rezagos son evidentes a pensar del avance, a pesar del empuje de Brasil y su activa participación en los Brics, a pesar de México y su visibilidad global, a pesar de que la región comienza a jugar un papel de actor en la escena internacional y a convertirse en sujeto, no sólo de su propio destino, sino en pieza clave en la redefinición de la arquitectura geopolítica global, papel que desempeñaría con mayor eficiencia si actuara desde la unidad que proclamó Juan Bosch al definir a Latinoamérica:
“Hay algo que los norteamericanos no han aprendido en siglo y medio de relaciones con nuestros países, y desde luego no lo aprenderán jamás, porque si este mundo ha visto un pueblo duro para adquirir conocimientos humanos –no científicos–, ese pueblo es el de los Estados Unidos. Allí pululan los técnicos en relaciones públicas, pero no hay entre ellos, dos que se hayan dado cuenta de que la América Latina es, un término de sensibilidad, una unidad viva. Un tirano de Venezuela ofende, con su sola existencia, a los jóvenes de Chile y El Salvador tanto como a las juventudes venezolanas; una intervención norteamericana en Guatemala le duele tanto a un joven médico argentino como puede dolerle al guatemalteco más orgulloso”.
La latinoamericanidad, como hemos señalado, se fue fraguando a lo largo de siglos, pero la conciencia latinoamericana se forjó a raíz de la Revolución Cubana, a decir del escritor peruano y Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, al afirmar que luego del proceso revolucionario, la mayor de las Antillas se convirtió en un centro de peregrinaje de intelectuales, académicos, políticos, periodistas y artistas que fueron definiendo una identidad, y a partir de aquellos encuentros ya el cine argentino no era llamado cine argentino, sino cine latinoamericano, el merengue ya no era un ritmo dominicano, sino latinoamericano. Y así, el arte, la gastronomía, los escritores, los héroes y todo lo que identificara a cada país de la región se comenzó a asociar a la latinoamericanidad.
Y esto ocurrió porque cuba, a partir del proceso iniciado en 1959 dejó de ser objeto u objetivo para convertirse en sujeto, y con ello logró convertirse en pieza clave y fundamental en el esquema geopolítico bipolar, siendo el único de los países latinoamericano que estando en el área de influencia de los Estados Unidos, eligió el polo opuesto y se convirtió en actor del teatro internacional, cuando ninguno de sus pares en la región podía, por su estado de dependencia, alcanzar semejante nivel e importancia geopolítica.
En conclusión, a pesar de los escollos presentados en los esquemas de integración, debido a cuestiones de orden ideológicas, parece que la pérdida de hegemonía de los Estados Unidos, el estancamiento europeo y la emergencia de actores como China, ponen a la región en condiciones de continuar su inserción en el engranaje internacional en calidad de sujeto activo y decisivo, pues no es causal que de los 33 países americanos haya cada vez más estados que quieran formar parte de la iniciativa La Franja y la Ruta que promueve el gigante asiático, como no es casual que varios países de la región estén solicitando su ingreso a los Brics.
La reconfiguración geopolítica planetaria hizo posible que, en la VI Cumbre de las Américas celebrada en Cartagena de Indias en 2012, los países latinoamericanos sentenciaran que no habría otro encuentro similar con la ausencia de Cuba. Y la VII Cumbre celebrada en Ciudad Panamá en 2015 no sólo fue testigo de la presencia de la isla, sino que los temas que dominaron la agende fueron básicamente los de interés de la región latinoamericana: desbloqueo a Cuba, reconocimiento de la soberanía argentina sobre Las Malvinas, producción y consumo de drogas; en fin, que en aquel escenario Latinoamérica mostró sus pantalones largos hablando de tú a tú con su antiguo "tutelador", encarnado en el presidente Barak Obama, quien debió, con el carisma que le caracterizaba, esquivar los dardos con cariz históricos que les lanzaban los líderes de América Latina, a veces con tintes de cordialidad, pero con "restriegos" del pasado.
La importancia geopolítica de América Latina se hace ostensible, como hemos dicho, a partir de su inserción en el engranaje de la nueva arquitectura internacional, como actor emergente con impacto en los mercados, en su integración a bloques y estructuras transoceánicas que van dejando en el pasado los viejos esquemas articulados tras las conquistas, renovados luego de los procesos de independencia en la región, "recauchados" con la emergencia de Estados Unidos como potencia y los acuerdos de Bretton Wood.