Uno de mis inconvenientes con los conceptos de autoestima, personalidad, yo, límites y salud mental, tal y como son usados en los exponentes dominicanos del discurso psicológico y de superación que aparecen en los medios y en el área educativa, es que aísla al individuo de la comunidad. En todos ellos lo que se busca es un sujeto en paz consigo mismo, en completa armonía con la pretendida «energía cósmica», que en muchas ocasiones anula su interacción con los otros o la reduce a aquellas afines a su cosmovisión. Bajo ese criterio, todo lo que represente conflicto, oposición, enfermedad, momentos de tristeza, soledad requiere ser apartado. Esto último en la medida de lo posible y con la intención de someterse a una burbuja de experiencias felices o de relaciones interpersonales consumidoras de alegrías.

Una evidencia de lo dicho anteriormente me llegó mientras discutía con mis alumnos de bachillerato la gran obra de Johann Wolfgang von Goethe «Cuitas del joven Werther» (1772). Cuando examinamos las razones para la dependencia emocional del joven y su búsqueda de la quimera de la felicidad y la armonía universal, muchos de los estudiantes mantuvieron este discurso: «primero tenemos que amarnos a nosotros mismos», «El joven no se amaba a sí mismo, por eso se perdió a sí mismo», «Él tenía que alejarse de las relaciones tóxicas y amarse a sí mismo, cuidar su salud mental», «Él no puso límites a cómo los demás influyen en tu vida». Entre otras expresiones similares.

El profesor, que no es tonto ni perezoso, dirigió la discusión hacia este punto al colocarle unas primeras cuestiones: ¿Cómo llegamos a conocernos a nosotros mismos y, por tanto, amarnos a nosotros mismos si nos aislamos de los demás? ¿Cómo llegamos a amarnos a nosotros mismos? ¿Cuál es el método para llegar a sí mismo? ¿Qué significa este supuesto «amarse a sí mismo»? Finalmente, la pregunta capital: ¿Por qué el individuo es más importante que la comunidad?

Occidente ha enarbolado como un triunfo suyo el individualismo. La primacía de los individuos frente a la comunidad se da como un hecho incuestionable. Incluso, la defensa de los derechos individuales posee más adeptos que las cuestiones que atañen al interés colectivo. Da la sensación de que, en su sano juicio, cualquier sujeto occidental prefiere no limitarse a sí mismo en beneficio de la comunidad. A pesar de la conciencia del valor de la comunidad y lo que exige la vida en sociedad, no se está dispuesto a limitar su interés propio a favor del bien común.

Bajo esas premisas individualistas, el futuro que nos depara es el de un país con sujetos atomizados en donde las soluciones a los problemas públicos se buscan individualmente. La práctica ha mostrado que este tipo de resolución a las cuestiones públicas solo añade complejidad y alarga de modo innecesario el nuevo estado de cosas definitivo. ¿Podríamos decir lo mismo del sujeto que se preocupa tan solo por amarse a sí mismo? ¿Hacia dónde va aquel que pretende amarse a sí mismo para, después, amar a los demás? Respuesta definitiva: hacia un barril sin fondo, hacia el tedio y el desgano como fruto del agotamiento en una empresa que es una quimera.

La literatura, el arte ha mostrado hasta la saciedad que jamás llegamos a conocernos a nosotros mismos y que necesitamos del otro tanto como del aire que respiramos. Sin alteridad no hay subjetividad; nadie se forma a sí mismo sin mediaciones y estas últimas van desde el lenguaje, que es netamente social, hasta los otros. No sé si hay alguien que haya logrado conocerse a sí mismo, amarse a sí mismo sin mediación alguna, sin la constante exigencia del rostro del otro que reclama, del cuerpo del otro que me convoca a salir del espacio propio hasta su encuentro. La identidad individual, ni ninguna otra identidad, se construye sin alteridad.

El mayor temor frente a estos discursos individualistas es el tipo de joven que pretende formar. En última instancia lo que se obtiene no es un individuo con carácter, capaz de afrontar y comprometerse con la realidad que le toca vivir y superarse. El producto obtenido es un sujeto sin temple, sin carácter, sin vida.