De la adolescencia no arrastro tantos amigos como recuerdos con estos. Quizás por la distancia o los vaivenes de la vida, en su mayoría condenados al olvido, y cuando no, solo presentes por remembranzas como la que ahora les compartiré a modo de introducción de estas ideas.
De mis años de universitario en Santo Domingo, tuve un amigo -entre tantos- que para todos era especial en el mejor de los sentidos, pues no solo un tipo educado y culto, de exquisitos modales, decente, elegante, inteligente, siempre comedido y reservado -aunque también introvertido, al menos al inicio de cada nueva relación-, y para mejor sazonar su perfil, de incuestionables buen humor y talentos artísticos. Sin llegar a decírselo, solíamos identificarlo como el interlocutor racional con el que casi todos sus compañeros apreciábamos compartir académicamente, y por igual de juerga, pues ocasionalmente lograba ser divertido más que todo lo anterior.
De ese personaje nada me sorprendió tanto como haberme confesado cuánto odiaba el estar solo en su hogar -queriendo decir, sin siquiera uno de nosotros, sus amigos-. Correspondiendo a su llamado de pasarlo a buscar para hacer algo -nuestra más recurrente iniciativa común de esos días-, al vernos, esa tarde me dijo: “no soporto estar solo en la casa todo el día, me enloquece!” Y desde mi ingenuidad le cuestioné: “pero, ¿cómo así?!, con tantos quehaceres, qué de leer y estudiar, la música, ver películas, hacer ejercicios, inventar en la cocina, navegar en internet, televisión… qué se yo, enredarse en las sábanas disfrutando de todo eso y cuantas cosas más; ¿cómo que no puedes?”; a lo que contestó: “es que me aburro, me vuelvo loco, no lo resisto”.
Durante muchos años estuve convencido de que a mi estimado amigo le costaba más que al resto de nosotros -sus prójimos- enfrentarse a sí en soledad y lidiar con esta, malacostumbrándose a no tolerarse y encontrar placer únicamente en función y reflejo de sus pares, sus compañeros, sus novias y, en fin, en su relación con otros. Sin ellos (nosotros, los otros para él) todas esas cualidades humanas con que lo descubrí y conocí dejaban de pertenecerle, y dejando de ser ese personaje social interesante -para alguien-, pues ahora en aislamiento -que supongamos forzado, se sentía más que desgraciado -como confesó-, un individuo del que quizás ya estaba cansado y aburrido toda su vida, cosa que pasa de forma más ordinaria de lo que imaginamos a muchas personas.
Por lo anterior, me parece que no fue un accidente -ni la obra de cupido- que mi entonces admirable compañero fuese el primero de nuestro grupo en casarse -y también en divorciarse-. Aunque hace años que no se de él, como cuando solíamos compartir una agenda común, me enteré que no ha tenido el futuro de brillantes destinos que solía presagiarle.
Su caso revivió en mi memoria cuando me topé con esta idea de Blaise Pascal: “toda la desdicha de los hombres viene de una sola cosa, que es el no saber permanecer en reposo en una habitación. Un hombre que tiene lo bastante para vivir, si supiese permanecer en su casa con placer, no saldría (…) y uno solo busca las conversaciones y las diversiones de los juegos porque no permanece en casa con placer.”
A propósito de que la impecable idea de Pascal refiere a un hombre, y no a un adolescente, hoy entiendo que su actitud no constituía una patología y ni siquiera un capricho, sino solo una manifestación de la simple preferencia de un espíritu adolescente lejos de haber aprendido a gobernarse, cualidad que compartíamos todos a esa edad, pero con algunos matices y variables propias de cada individualidad.
Él simplemente tenía la gallardía de admitir su aburrimiento de sí mismo, al tiempo que la insumisión -y también la incapacidad- para aceptar otra forma de enfrentarlo que entregándose a la comunión. Por ejemplo, no prefiriendo acudir a una de las tantas distracciones que le referí al cuestionarlo, y que en definitiva implicaban una relación similar para no pensarme y sentirme tan solo como efectivamente lo estaba -entonces sin saberlo-, y que utilizaba inconscientemente pues dirigido por factores accidentales de tiempo y espacio, al margen de los cuales de haber tenido la posibilidad de elegir, con alta probabilidad al igual que él, hubiese optado sin dudar por romper el aislamiento provisional y voluntario en que podía encontrarme, procurando también compartir con mis amigos antes que conmigo mismo en soledad, aunque esto último rara vez me resultó engorroso o triste.
Como explica Cortázar, la soledad es la nota distintiva de la adolescencia, que “no es solo la edad de la soledad, sino también la época de los grandes amores, del heroísmo y del sacrificio. Con razón el pueblo imagina al héroe y al amante como figuras adolescentes. La visión del adolescente como un solitario, encerrado en sí mismo, devorado por el deseo o la timidez, se resuelve casi siempre en la bandada de jóvenes que bailan, cantan o marchan en grupo. O en la pareja paseando bajo el arco de verdor de la calzada.” André Gide lo simplifica así: “la amistad es un invento de la juventud”.
Que el adolescente sienta un aburrimiento desgarrador tan pronto se piensa en soledad no es preocupante, pues normal, diría que hasta natural, sobre todo si efectivamente se encuentra aislado de toda interacción humana, en la medida en que aún se desconoce así mismo y a su soledad como condición de su existencia; anormal sería que sucumba en su intento por divertirse o por superar esa carga que le supone su conciencia de sí en soledad, dada su particular energía, curiosidad y posibilidades para abrirse a las más variadas formas de entretenimiento y distracción. Por igual, anormal sería si semejante sentimiento de fatalidad y angustia nos embarga siendo adultos, donde sí sería una patología, en la medida que para esta etapa de nuestra vida deberíamos sino haber aprendido, al menos estar bien encaminados en “saber ser para uno mismo”, lo que para Montaigne “es la cosa más importante del mundo”.
Ser para uno mismo no es más que comprendernos solos aún acompañados. Quizás el primer paso para llegar a esa experiencia de la madurez sea reconocer que siempre estamos solos, aún en sociedad, escenario al que perteneceremos sin opción mientras tengamos vida, pues toda vida es social, pero no es la sociedad que vive, sino nosotros siendo, creciendo, experimentando y sintiendo la vida individualmente, y solo así, aún en un contexto comunitario o en una relación social; a decir de Comte-Sponville “nadie puede nacer ni morir en lugar de otro. Por eso vivimos solos, aunque estemos rodeados de amigos: porque nadie puede vivir en nuestro lugar”, de ahí su conclusión: “[l]a soledad, en este sentido, no es la excepción sino la regla: es el precio que hay que pagar por ser uno mismo.”
Aunque somos seres sociales por naturaleza -pues que sería de nosotros y nuestros sentidos sin la posibilidad de interacción con otros- y por cultura -por todo lo que hemos hecho con esos sentimos en toda la evolución humana-, ciertamente no es fácil ni barato eso de aceptar y asimilar nuestra soledad como regla ni asumir el aislamiento más allá de un accidente de nuestra condición social, como una necesidad preferible, sin embargo, se trata de un precio justo si atendemos que tan valioso puede resultar el fruto de esa decisión: nuestro más pleno estado de libertad posible, o bien, el paso necesario para mantener el equilibrio en nuestras agitadas agendas, pues cargadas de responsabilidades, programadas por las ataduras y las relaciones que implican los otros y todo lo demás que nos envuelve y hace ser de una forma determinada no por nuestra más pura voluntad, o ¿en qué otra circunstancia es posible un mayor grado de autonomía e independencia sino cuando nuestra determinación solo depende de nosotros mismos, sin otra limitante que nuestra capacidad de ser para nosotros?
Ojeando los Cuadernos de Emil Cioran me topé con esta también interesante frase de Carlos V (del Sacro Imperio Romano y I de España, el César del siglo XVI-): “[u]n solo día de soledad me hace saborear más placer del que todos mis triunfos me han dado.” Y en palabras de La Rochefoucauld: “[c]uando no se encuentra la paz en uno mismo, es inútil buscarla afuera.”
En nuestros días, no es tan complicado entender la importancia de ser para uno mismo como saber asumirla y aplicarla como norma de vida, no por eso de que siempre podemos ser nuestros peores enemigos y todo lo que implica también saber gobernarnos antes que confiarnos y entregarnos a merced de nosotros mismos, sino por la sociedad a la que pertenecemos y el poco margen que deja a nuestra individualidad, pues vivimos la generación del “me conecto y luego existo”, un estado de cosas insospechable para los antiguos filósofos de que quienes continuamos abrevando sabiduría, pero hoy innegablemente limitada por el desarrollo tecnológico que impacta nuestras vidas en toda perspectiva, haciendo del nosotros en gran medida algo nuevo.
Así, hoy, como nunca antes, nos resulta más complejo y complicado desentendernos de toda relación o perdernos del resto de la sociedad. Siempre tenemos sino una conexión en tiempo real con otra persona, la posibilidad de promover ese contacto, o de consumir, a son de pura virtualidad cibernética, las ofertas y alternativas de interacción social -y entretenimiento- en el marco de la hipermediatización que sufrimos como normalidad. Con tan solo un click somos parte del todo, en el todo, y no lo contrario, pues salir de una aplicación no nos saca de otras que siempre mantenemos abiertas, o bien, que siempre nos mantienen adentro, quiérase o no.
Como afirma Lipotvesky, “[c]uanto más se multiplican las ofensivas de seducción procedentes del mundo mediático y mercantil nuestra época más parece haberse quedado sin alma, ser codiciosa y orientarse hacia el abismo.”
Esa nueva realidad social invade nuestra más hermética individualidad, reformula lo que ha podido significarse de privacidad e intimidad, redirigiendo el saber ser para uno mismo de forma engañosa, pues cuán solos podemos estar o ser cuando la mayor parte del tiempo resulta inevitable algún grado de conexión con terceros, voluntaria y/o forzosamente, pues siempre recibiendo mensajes, navegando, comunicándonos, chateando, educándonos, deseducándonos, googleando, trabajando gracias al ordenador portátil, el teléfono -denominado- inteligente o la nueva aplicación, consumiendo por adicción lo que ofrece el volátil y acelerado mercado virtual -o con el potencial de hacerlo-, del que participamos aceptando implícitamente que la existencia sin conexión a la internet es imposible en nuestros días.
El caos y la conmoción social que pueden causar el hecho de que se caiga la red, perdamos señal o acceso a la web, es quizás la mejor prueba de lo engañado, intervenidos y manipulados que vivimos por nuestra nueva condición existencial de estar conectados, lo que impide que podamos estar solos aún cuando no esté alguien más, al menos no como por siglos nos lo han explicado armónicamente nuestros filósofos antiguos y clásicos, y en las últimas décadas, quizás nadie mejor que Comte-Sponville; he ahí el gran reto de sus sucesores, frente a este estado de cosas, enseñarnos nuevamente a saber ser para uno mismo, si es que acaso sigue siendo la cosa más importante del mundo, o al menos algo así.