El absolutismo, según Peces-Barba (1982), legitimado por la concepción del origen divino del poder, si bien viabilizaba la unidad y la estabilidad dentro de los estados, también significaba el control de opinión y expresión; un sistema penal inquisitorio, represivo y sin garantías; penas crueles, inhumanas y degradantes; la superioridad del monarca por encima de la ley; la incursión de la Iglesia en los asuntos estatales, trabas diversas contra la libertad comercial e industrial, la institucionalización de los privilegios y la exclusión sistemática de los sectores menos favorecidos. La frase de Luis XIV, “Yo soy el Estado”, resume muy bien la visión del absolutismo.

El atropello desmedido de este sistema impelió a los individuos y colectivos no privilegiados a buscar medios, mecanismos que garantizaran la seguridad para sus personas, el respeto de sus bienes y propiedades, y la protección efectiva para sus libertades.

Así, en el siglo XVIII, enmarcados en el movimiento social, político, económico y cultural denominado la Ilustración, surgieron pensadores, corrientes filosóficas que cuestionaron el supuesto origen divino del poder, reafirmaron el predominio de la razón, sustentaron la creencia del progreso humano y articularon un nuevo paradigma denominado Estado de Derecho.

Tres corrientes, que fueron madurando por dos siglos, empezaron a matizar la cosmovisión antiabsolutista:

El naturalismo, entre otras cosas, significó la afirmación de que “todos nacemos naturalmente iguales”, dando paso a la idea de igualdad que sustentó a los principios de igualdad jurídica y de derechos naturales. Ambos principios enunciaron posteriormente la noción de derechos fundamentales. Sobresalen Charles Darwin, Kant, H. Grocio y F. Suárez.

El racionalismo apostó por la razón humana como medio indefectible para la obtención de conocimiento. El dogma medieval es sustituido por la razón, por lo que las normas jurídicas pasan a ser fruto de procesos racionales, del examen racional de la naturaleza humana. Dignos de mención son los trabajos de Descartes, Spinoza y Leibniz.

El individualismo antepuso la libertad y el desarrollo individual al comunitarismo imperante por los diez siglos de la Edad Media, en los que se tendió a la disolución del individuo en la comunidad. El librepensamiento se unió al énfasis de la dignidad moral del individuo, enfrentándose a las intervenciones externas en el pensamiento o la imposición de patrones colectivistas.

Estas corrientes filosóficas apuntalaron los esfuerzos de otros pensadores que con sus sistemas explicativos buscaron establecer los fundamentos racionales del Estado, las liberales y los derechos básicos de un nuevo sujeto que pasó a llamarse ciudadano.

Thomas Hobbes propuso en su teoría que todos los hombres nacen iguales y que, por tanto, pueden poseer lo que el otro tiene. El recelo que genera esta realidad necesita un poder común que mantenga a raya y dirija las acciones hacia el beneficio colectivo, trasladando los individuos sus voluntades y poderes a un hombre o asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, pueden reducir sus voluntades a una sola voluntad. Esta voluntad general es, por ende, representativa de todas las personas y somete a todas las voluntades. Cambia el foco del poder, que deja de emanar de la voluntad divina y pasa a ser una “entrega voluntaria” y por necesidad a un Estado-Leviatán con el objetivo de garantizar la seguridad y defensa. El consentimiento es fundamental.

Jean Jaques Rousseau, por su parte, reforzó la idea de un fundamento racional y no divino del Estado, el cual surge desde un contrato social, un pacto que le da su razón de ser y su finalidad. Con Rousseau, la soberanía se modifica, trasladándose al pueblo. A diferencia de las normas arbitraras articuladas por los magnates en el medioevo, Rousseau establece que la soberanía así concebida no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos (por estar sometidos a la ley), porque es imposible que un cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros. Se despersonaliza la soberanía y se elimina el elemento personal-histórico de los monarcas.

Montesquieu planteó que para asegurar leyes promotoras de la igualdad y la libertad frente a las luchas que pueden darse entre los hombres, y para evitar que se abuse del poder, se debía establecer una Constitución en la que nadie estuviese obligado a hacer lo que la ley no mandase expresamente, y que se pudiera hacer lo que expresamente no estuviese prohibido. Un elemento más a favor de la libertad individual y contra la arbitrariedad en cuanto la constitución controla y limita el ejercicio del poder público, establece los derechos del ciudadano y dictamina las competencias y las relaciones entre de los órganos estatales. Se unirán dos conceptos: poder constituyente y poder constituido, el primero es el que articula la voluntad general, el segundo se ve sometido a ella y la ejecuta.

Este es el llamado contractualismo ilustrado apoya el parlamentarismo, como sede esencial de la representación, la Constitución como norma suprema, y refuerza los principios de la mayoría, igualdad ante la ley y los derechos del hombre.

La separación de poderes, con los frenos y contrapesos, también buscó limitar el poder absoluto. Con la línea de pensamiento representada por  Jhon Locke, se distingue el poder legislativo, creador de las leyes, del poder ejecutivo, ejecutor de las mismas, y el poder judicial, encargado de castigar los delitos y juzgar las diferencias entre particulares. La separación evitó la unidad del poder, lo que resguarda la libertad, evita la arbitrariedad y la opresión.

De estas discusiones sobre el consentimiento y el origen del Estado y su poder, muy escuetamente expuestas, surge el imperio de la Ley como expresión de la razón y baluarte de defensa de las demandas de certezas y seguridad de los ciudadanos, eliminando los privilegios y las arbitrariedades. Ley y Derecho se manifiestan como la expresión de la “voluntad general”, y la sujeción del Estado al Derecho, derribando los marcos establecidos dogmáticamente en la Edad Media. La transición no fue pacífica, sino una ruptura revolucionaria.

Así, el culmen de los esfuerzos madurados por casi tres siglos fue la Declaración de los Derechos el Hombre y del Ciudadano surgida en 1789 en medio de la Revolución Francesa, y que dio expresión jurídica a los principios políticos y filosóficos desarrollados por los ilustrados.

El Estado y todas sus funciones quedan sujetas al derecho y las leyes legítimamente establecidas, evitándose la arbitrariedad. Nace el Estado de Derecho.

Actualmente, y dado el discurrir histórico, nos queda pendiente crear mecanismo para evitar los abusos y arbitrariedades que pueden cometer los gobernantes amparados en leyes que pueden ir en contra de las personas, los colectivos y los intereses ciudadanos. Quizás, el concepto de Estado Constitucional de Derecho sea la respuesta, pero este será materia de otro artículo.