El problema de ciertos sentimientos es que queden inexpresos. Y cuando esa inexpresión sentimental resulta habitual, puede tornarse fácilmente en violencia; una violencia que luego, por el hecho de ser autoinfligida, tiene el riesgo de llegar a los demás multiplicada.

La sociedad tecnológica no permite una expresión satisfactoria de los sentimientos pues privilegia las poses. De igual modo, cualquier sentimiento no alineado con los estándares de las redes sociales deviene, las más de las veces, en escándalo.

Esta falta de libertad que experimentan nuestros sentimientos, además de envilecer las raíces de nuestra identidad, nos conduce a una peligrosa igualdad, a saber, la igualdad de las máscaras. Estamos constantemente forzados a ser los otros que no podemos ser y de los que deberíamos diferenciarnos. En este ámbito enrarecido, la amistad, a quien toda la filosofía reconoce como la forma de amor más sublime, pronto, dejará de ser un accidente cotidiano.

No poder revelar lo que se siente por temor al rechazo o a la expulsión social, está engendrando una población, cada vez más copiosa, de cínicos profesionales y especialistas de la mentira. No es casual que apenas se descubrieran las capacidades artísticas de la inteligencia artificial, se haya multiplicado el número de los supuestos artistas y de los que estaban dispuestos a arrogarse el arte insustancial de la máquina. Tampoco es casual que se insista, sistemáticamente, en la desnaturalización del arte, o lo que es lo mismo, en hacer del arte un quehacer cada vez menos sofisticado.

El arte de la máquina podrá ser atractivo e incluso, en apariencia, bello, pero si no se ven o leen en él las huellas del ingenio, el trabajo y el sufrimiento humanos, entonces no puede alimentar el espíritu ni colmar los deseos.

La necesidad del artista o, mejor dicho, la imprescindibilidad de los artistas para cualquier forma de sociedad civilizada, ha coincidido siempre con la dependencia que tiene un determinado grupo humano de su vocación y capacidad naturales para una válida expresión de sus sentimientos. Pretender valerse de cualquier medio o instrumento, por novedoso que parezca, para comunicar las emociones y afectos entre personas, es sólo un ejercicio avieso de especulación. Mas allá de los propios sujetos, la gestión de los sentimientos humanos debería estar reservada exclusivamente a individuos selectos, es decir, los artistas.

Sin embargo, peor que este problema de los sentimientos, será cuando se piense que ya no será necesario expresarlos. En ese momento, cada uno de nosotros renunciará a una parte esencial de su propia humanidad y también pensará que los artistas y su trabajo son inútiles, que no los necesitamos o que podemos remplazarlos.

Entre amo y animales, por ejemplo, no podrá nunca existir otra forma de relación más que la mutua compañía. ¡Lástima que no se haya protegido con el mismo celo las relaciones personales!

Recuerdo ahora con cierto humor las respuestas que en el pasado desencadené en dos bellas amantes a causa de lo que yo consideraba cortesía. No olvido que cruzando juntos un tramo de una ancha avenida del Aventino en Roma, después de una enjundiosa velada, me vino espontáneo tomarle brazo, suscitando la reacción instantánea de la linda alemana, que luego de sacudirse me dijo: “yo puedo sola”.

Años más tarde, conversando por teléfono con la italiana y mientras le contaba sobre la quietud, el verdor, el estanque y la presencia de patos y ocas en un encantador parque parisino, notando su creciente interés, le propuse: “Mañana, después del trabajo, te paso a buscar para llevarte a conocerlo”. A mi propuesta siguió un inusitado silencio. Confundido, y creyendo que se había caído la línea, le reiteré mi invitación a lo que me espetó: “¿Por qué mejor no dices que iremos al parque en lugar de que me llevarás?”

Así como el amor de Sabine y Antonella, pienso también haber perdido algo de aquella cortesía, o al menos la costumbre de practicarla. De hecho, la pérdida de lo que, hasta entonces, practiqué como una virtud me habría inquietado mucho más que la pérdida de aquellos amores, de no ser porque todavía respiraba y pervivía en mí el sentimiento. Ser uno mismo, hoy día, pareciera haberse convertido en un acto de rebeldía. Afortunadamente, el sentimiento de aquella cortesía aún está ahí, no se ha ido ni tampoco morirá; como la crisálida, tan sólo aguarda el momento preciso para revelarse otra vez y luego, con el vuelo eléctrico de la mariposa, afirmarse bajo el sol pleno de una primavera sempiterna.