1.- Aspectos fundamentales de la sentencia de la Suprema Corte de Justicia del 8 de agosto de 1930

En cuanto al artículo 92, el cual consignaba que: “ Las relaciones de la Iglesia y el Estado seguirán siendo las mismas que son actualmente, en tanto que la religión católica, apostólica, romana sea la que profese la mayoría de los dominicanos”, los Magistrados de la Suprema Corte consideraron, en sus motivaciones, que: “ este texto viene figurando en las constituciones dominicanas desde que se estableció la libertad de conciencia y de cultos, en lugar del reconocimiento de la religión católica como religión del Estado, y de la tolerancia de cultos, que eran las disposiciones de las anteriores constituciones relativas a la religión”.

Continuaba afirmando que: “al reconocerse como derechos inherentes a la personalidad humana la libertad de conciencia y de cultos, implícitamente cesó la religión católica de ser la “ religión del estado”; pero los constituyentes creyeron que las relaciones existentes entre la Iglesia Católica y el Estado no debían sufrir ningún cambio, mientras la religión católica sea la que profese la mayoría de los dominicanos; y por eso dijeron en el artículo 92 de la Constitución que esas relaciones: “ seguirán siendo las mismas que son actualmente, en tanto que “ la religión católica, apostólica, romana, sea la que profese la mayoría de los dominicanos”.

Concluía, por tanto, en cuanto a sus fundamentaciones sobre tan sensible aspecto, indicando que: “Esta disposición constitucional, no es pues, un reconocimiento de la personalidad civil de la Iglesia, como lo sostiene el recurrente; por una parte, ella mantiene las relaciones existentes entre la Iglesia y el Estado; esto es, las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Gobierno dominicano, y las relaciones entre éste y el culto católico en la República; y por otra, subordina el mantenimiento de esas relaciones a la circunstancia de que la religión católica sea la profesada por la mayoría de los dominicanos. De modo que, si esa circunstancia desapareciese, esto es, que la religión católica dejare de ser profesada por la mayoría de los dominicanos, las relaciones entre la Iglesia y el Estado, no podrán continuar siendo las mismas, en virtud del artículo 92 de la Constitución; aun cuando de hecho no sufrieren cambio alguno”.

De lo antes expuesto, concluyeron los jueces de la Suprema Corte de Justicia, que “la sentencia impugnada no violó el artículo 92 de la Constitución al decidir que no implica el reconocimiento de la “Iglesia” como persona moral o civil”.

Es preciso tomar en cuenta, consideraron los magistrados, que la palabra “Iglesia” cuando se emplea, como en el caso del testamento del Presbítero Miguel A. Quezada, sin ningún calificativo, o con los de “Católica, apostólica, romana”, es la denominación de la Congregación de todos los seres humanos que profesen la religión católica, apostólica, romana, así como también la de los ministros de ese culto”.

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Trujillo conversa con Monseñor Pittini, Arzobispo de Santo Domingo entre 1935 y 1961

2.- Argumentos de la defensa de la Iglesia opuestos al dictamen de la Suprema Corte de Justicia

Como ya se explicara, en su memorial de Casación, la defensa de la Iglesia argumentó contra la sentencia emanada por la Corte de Apelación de la Vega, que la misma incurrió, además, en violación del artículo 16 de la ley del 2 de julio de 1845, la cual disponía todo lo referente a los bienes nacionales.

La referida ley disponía en un su art. 1º. acápite 2do., que eran bienes nacionales: “ todas las propiedades muebles o inmuebles, capitales y sus rentas que hayan pertenecido a los gobiernos anteriores, a los conventos religiosos de ambos sexos ya extinguidos, a las terceras ordenes, cofradías y demás corporaciones que ya no existen, y por lo tanto recaen en el dominio de la nación”.

La misma ley, en su art. 16, estableció que: “los bienes que no estuvieren vendidos se entregarán  a sus dueños que lo reclamen; y los de la Iglesia al Prelado Eclesiástico, para su administración y conservación”.

En su interpretación del referido artículo, los jueces de la Suprema Corte establecieron que “si como lo sostiene el recurrente, hubiese consagrado la personalidad jurídica de la Iglesia, no se explicaría que al mismo tiempo dispusiese que los bienes de la Iglesia se entregasen al Prelado Eclesiástico para su administración y conservación”.

Consideró, además, en este punto que: “si la Iglesia era considerada “dueña” de bienes, estaba comprendida en la primera disposición del artículo y los bienes que le pertenecieren, debían ser entregados a quien tuviere calidad para reclamarlos en su nombre y no era al legislador a quien correspondía determinar a quién correspondía la administración y conservación de bienes de la Iglesia si la consideraba como persona civil”.

Sostenían que “al determinar la ley que los bienes de la Iglesia se entregaren al Prelado Eclesiástico para su administración y conservación, claro está que se refería a los bienes destinados al culto, o a su sostenimiento; y que no los consideraba como propiedad de determinada persona, sino más bien como bienes nacionales afectados al servicio de la religión o del estado”.

Como ya se señalara, los abogados actuantes en defensa de la Iglesia, sostuvieron además en sus alegatos al recurrir ante la Suprema Corte  la sentencia dictada por la Corte de Apelación de la Vega, que la misma había incurrido en violación de otras dos disposiciones del ordenamiento jurídico entonces vigente.

Se referían a la Orden Ejecutiva No. 324 y a la Ley No. 4 del 14 de julio de 1924.

La primera disposición confería facultades al Secretario de Estado de Justicia e Instrucción Pública del Gobierno Militar para convenir, a nombre del Gobierno Dominicano con el Señor Arzobispo de Santo Domingo, en representación de la Iglesia, cuáles eran los límites que debían separar el edificio que ocupaba entonces el Palacio de Justicia del templo de Regina.

En lo concerniente a este punto, los jueces de la Suprema Corte interpretaron que la referida disposición “ no atribuyó  ni reconoció  personalidad civil a la Iglesia”, pues en la ocasión “ había una diferencia entre el gobierno de la república y la autoridad eclesiástica , acerca de los límites entre un edificio destinado al culto ( la iglesia de Regina) y el Palacio de Justicia; y desde luego el jefe de la Iglesia o persona que él hubiere designado, quien representase a la Iglesia en el convenio pero de ello no puede deducirse, lógicamente, que se le reconociere a la Iglesia personalidad civil”.

Los Jueces de la Suprema Corte de Justicia, a raíz de los razonamientos citados en el pasado artículo, fijaron el parecer, ratificando lo que al efecto  dictaminara  la Corte de Apelación de la Vega, de que el reconocimiento de la Personalidad Jurídica de la Iglesia tampoco era posible derivarla de lo dispuesto por la Ley No. 4 que confirió validez a los actos del Gobierno Militar de la Primera Intervención Americana (1916-1924), y por tanto a la Orden Ejecutiva 324.

En la conclusión de su fallo, dado en audiencia pública el 8 de agosto de 1930,  estableció que, por los razonamientos jurídicos anteriormente esbozados rechazaba  “el recurso de casación interpuesto por la Iglesia Católica, Apostólica, Romana, cuyo representante en la Republica Dominicana lo es Su Señoría Ilustrísima el Excmo. Señor Doctor Adolfo Alejandro Nouel, Arzobispo de Santo Domingo, Primado de América,  contra sentencia de la Corte de Apelación de Apelación del Departamento de la Vega, de fecha cuatro de mayo de mil novecientos veinte y nueve, dictada en favor de los herederos del finado Presbítero Miguel A. Quezada, y condena a la parte intimante al pago de las costas”.

3.- Varios juristas eminentes emitieron sus pareceres ante la decisión de la Suprema Corte de Justicia. Las opiniones de Manuel de Jesús Troncoso de la Concha y Manuel Arturo Peña Batle

Como se señalara en la primera entrega, la sentencia de la Suprema Corte de Justicia suscitó diversas y bien sustentadas opiniones.

Por ejemplo,  el destacado jurista e historiador Manuel de Jesús Troncoso de la Concha público un interesante artículo titulado “La Personalidad Jurídica de la Iglesia”, del cual extraemos los párrafos más significativos:

De que la Iglesia Católica no tenga Personalidad Jurídica en la Republica Dominicana, no se sigue que no pueda o no deba tenerla”.

Aunque se mostraba en acuerdo con los fundamentos jurídicos  del dictamen de la Suprema Corte, manifestó:

“¿Debe seguir en esta situación anómala e inconveniente aquella altísima institución o se deben proveer los medios legislativos necesarios para regularizarla? He ahí la cuestión.

Para la generalidad de los dominicanos, expertos y profanos en la ciencia del Derecho, el fallo de la Suprema Corte de Justicia ha sido motivo de asombro. Se ha registrado una vez más un caso parecido al de que aquel personaje de una comedia de Moliere, que al cabo de cuarenta años supo con sorpresa que había estado hablando en prosa toda su vida

Y señalaba: “desde la fundación de la Republica hasta nuestros días la Iglesia fue tenida en hecho como persona; figuró como tal en actos del Poder Publico  y en contratos con particulares; accionó  y fue accionada ante los tribunales; pero lo primordial fue olvidado. Ninguna ley le reconoció la Personalidad Jurídica, y así, mientras en hecho la mantuvo en todo instante, en derecho careció siempre de ella.

Afortunadamente la decisión del más alto tribunal de la Republica se ha producido en un caso de poca o de ninguna monta para los intereses de la Iglesia y del pueblo dominicano y la oportunidad es excelente para que el Congreso adopte una actitud mediante la cual la personalidad jurídica de la Iglesia no pueda ser más nunca discutida.

…Por su condición de organización la más perfecta del mundo, por la de  Iglesia de la inmensa mayoría de los dominicanos, por su papel brillante en la historia de nuestro pueblo, la Iglesia Católica debe ocupar un lugar prominente entre las personas jurídicas instituidas por la ley, y es precisamente la sentencia de la Suprema Corte de  justicia lo que debe servir de acicate al Congreso para llenar en la legislación nacional el vacío que  sirve de fundamento a aquel fallo”.

Manuel Arturo Peña Batle, otros de los notables jurisconsultos que terció en aquel encendido debate, expresó: “…La Iglesia constituye una agrupación de naturaleza supraestatal, sujeta a un régimen infinitamente  superior, en su organización, al régimen de las nacionalidades. Como persona internacional la iglesia católica está representada por el Sumo Pontífice y tiene el medio de su sistema institucional en Roma, que es donde se encuentra la Santa Sede…El Papa es soberano en el sentido en que el derecho internacional da a esta palabra y la Santa Sede constituye un sistema de gobierno tan completo como el de cualquier estado y más perfecto que el de cualquiera de ellos también”.

Y continuaba argumentando: “ La Iglesia Católica… goza de todos los privilegios  y está sometida a todas las responsabilidades, de que pueden gozar y a que están sometidas las personas internacionales propiamente dichas…en el campo de las relaciones jurídicas, la Iglesia Católica y un Estado cualquiera, representan la misma cosa y están sujetos a la misma norma de derecho”.

Y citando a Marcel Fernot, tratadista francés, en su obra “La Santa Iglesia católica y la política mundial”, escrita en 1929, agregaba: “La Iglesia está, por definición, fuera de la influencia de las naciones, de los Estados y de los gobiernos; ella no ve más que los hombres, todos iguales, todos redimidos por la sangre de Jesucristo, su fundador; todos llamados a obtener su salvación en ella y por ella. Asì, pues, la Iglesia es internacional, o mejor dicho, supranacional”.

Al sustentar su defensa pública, lo que en esencia defendía Peña Batle, profundo estudioso y conocedor del  derecho internacional, era el hecho de que el juez dominicano, al momento de emitir la referida sentencia, no había tomado en consideración la personalidad jurídica-internacional de la Iglesia, aspecto que sería también destacado por otros eminentes juristas que, como el caso de Enrique de Marchena y Carlos Sánchez y Sánchez, mostraron su oposición al dictamen de la Suprema Corte de Justicia de entonces.

La cuestión del estatuto jurídico de la Iglesia católica sería finalmente zanjada unos meses después, cuando ya gobernando Trujillo, fue aprobada y puesta en vigor la ley 117  del 20 de abril de 1931, la cual le reconocería su Personalidad Jurídica.