"Lo vi nacer hace unas cuantas décadas y aún vive en la torre donde vivimos. Se llama José Rincón. Él no llega a los cuarenta años. Es hijo de una de mis mejores vecinas. José siempre fue la persona más comunicativa del residencial. Muchos años antes de que llegara la pandemia, ya trabajaba a distancia para una compañía alemana. Sigue trabajando en dicha empresa y lo hace desde su habitación. Al principio, salía de ella con frecuencia, pero ahora casi nunca sale. Trabaja en la soledad frente a su laptop.
Cuando José Rincón suele salir a la calle y toma el elevador, casi siempre, para recibir la comida rápida del Uber Eats, no saluda a nadie. Su propia madre dice que a veces le pasan días sin verlo, viviendo en el mismo apartamento. Por lo que dicen los vecinos, él ha perdido el hábito de hablar con la gente.
Su madre está doblemente sola; a su agenda y a sus anhelos, se le impuso el programa general del destino. José puede ser Pedro o Manuel. O cualquier otro". Este no es el caso de los dos niños amiguitos que se comunican de una habitación a la otra por whatsapp, estando ambos en la misma casa o bajo el mismo techo.
Antes de los dos años de confinamiento total, el mundo había empezado a cambiar de época en todos los órdenes. La pandemia no trajo los cambios que ya venían produciéndose, bajo la nueva época. La pandemia sí trajo la muerte y el espanto; pero los cambios subterráneos de las tecnologías ya estaban en marcha y se aceleraron con las nuevas barreras que impuso la nueva realidad y su forma de relacionamiento humano: distanciamiento social; alejarse del que te ama y de quien tú amas.
Antes de que llegara la pandemia, el temor al relacionamiento social ya estaba en marcha como respuesta a la inseguridad ciudadana. El miedo al otro es una matriz mental que impide las relaciones humanas; por lo tanto, esa actitud establece mecanismos de rechazo a la articulación social y comunitaria.
Esto provoca el aislamiento entre los seres humanos, aunque vivan en relativa cercanía. Es la forma de evitar la articulación política, social y comunitaria, impidiendo de esta manera la convivencia y la resistencia. Cada día hay menos diálogo entre las personas y lo grafológico y lo virtual ganan espacio, frente a la lengua hablada y esto reduce la comunicación verbal y la función comunicativa de la lengua.
El proceso de la virtualización y desmaterialización de la vida era un evidente hecho universal que se había iniciado desde hace muchos años y su impacto en el comportamiento humano es inconmensurable; y es de tal dimensión y complejidad, que los ciudadanos del mundo no lo saben todavía y sólo las élites, altamente informadas, tienen pleno conocimiento de su impacto en el futuro.
Cuando la palabra no medie entre los sujetos sociales o ciudadanos, la cultura muere por inanición. Cuando quede liquidada la palabra, la cultura y la identidad serán meramente piezas muertas de un pasado sin historia.