Miguel Servet era un tipo curioso y acucioso, con un gran interés por la ciencia y también, para su desgracia, por la teología, aunque la ciencia podía conducir por igual a la perdición. En realidad, el aprendizaje de cualquier disciplina podía conducir en aquella época a la perdición, a la hoguera, a las garras de la Santa inquisición.
Estudió medicina en la Universidad de París, estudió derecho, estudió anatomía y astronomía, geografía, jurisprudencia, física matemáticas, estudió teología. Un verdadero menjurje, como se acostumbraba entonces.
Lo peor es que estudió la Biblia en hebreo y griego y no solo se dio cuenta de que la versión oficial era una tergiversación de la doctrina sino que también lo dijo, publicó su descubrimiento.
De sus conocimientos de teología y medicina nació la descripción sobre la circulación pulmonar de la sangre, que tanta fama le diera. Fue, curiosamente, en un libro religioso, un tratado de teología, que expuso su teoría de que la sangre es «transmitida por la arteria pulmonar a la vena pulmonar por un paso prolongado a través de los pulmones, en cuyo curso se torna de color rojo y se libera de los vapores fuliginosos por el acto de la espiración».
Es un descubrimiento científico y teológico a la vez porque a juicio de Servet la fisiología ponía en evidencia una conexión divina de lo humano. Todo es parte del mismo gran diseño: «Quien realmente comprende cómo funciona la respiración del hombre ya ha sentido la respiración de Dios y por tanto salvado su alma…». El, por primera vez, al menos entre los occidentales, explicó la respiración.
Lamentablemente, a su gran amigo Calvino, con él que se escribía regularmente, no le gustaban esa y otras ideas suyas, sobre todo en relación a la Santísima Trinidad, y le puso de tarea para corregir sus errores la lectura de un libro del cual era autor y del que se sentía muy orgulloso, como casi todos los autores.
Miguel Servet, que era sin lugar a dudas un imprudente, no solo leyó el libro sino que además le hizo en los márgenes unas críticas puntuales, y en ese estado se lo devolvió. No cuesta mucho imaginarse lo que sentiría el prepotente de Calvino. Tanto le desagradó que desde ese momento anunció sus intenciones de no dejar salir vivo a Calvino de Ginebra si se atrevía a poner los pies. Pero Miguel Servet se atrevería. Por alguna razón desconocida se atrevió a meter los pies en Ginebra viajando presuntamente de incógnito…
«El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo y por última para toda la eternidad, sus ojos ya desacostumbrados ven de nuevo la luz del cielo. Con la barba enmarañada, sucio y desfallecido, haciendo sonar las cadenas, el condenado va dando traspiés. El grisáceo decaimiento de su rostro resulta terrorífico incluso a la luz clara del otoño. Ante los escalones del Ayuntamiento, para que se arrodille, los esbirros empujan brutal y violentamente al que solo con esfuerzo logra tambalearse. Inmóvil desde hace semanas, es incapaz de andar. Con la cabeza inclinada, ha de escuchar la sentencia que el síndico anuncia al pueblo convocado ante él y que termina con estas palabras: “Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante.”
»Estremecido y helado de frío, ha escuchado la sentencia. Con angustia mortal, se acerca hasta los señores magistrados arrastrándose de rodillas y suplica encarecidamente la pequeña merced de ser ejecutado con la espada, “para que lo excesivo del dolor no le lleve a la desesperación”. En caso de que hubiera pecado, lo habría hecho por ignorancia. Un único pensamiento le ha movido siempre: alentar la gloria divina. En ese momento, Farel aparece entre los jueces y el hombre arrodillado. De modo que le puedan oír, pregunta al condenado a muerte si está dispuesto a renegar de su doctrina contraria al dogma de la Trinidad y con ello a obtener la gracia de una ejecución más benévola. Pero Servet —y precisamente es en este último momento cuando la figura de este hombre, por lo demás mediocre, crece desde el punto de vista moral— rechaza de nuevo el trato que se le ofrece, decidido a cumplir la palabra que diera en otro tiempo: que por sus ideas estaba dispuesto a soportarlo todo.
»Así no queda más que el trágico paseo. La comitiva se pone en movimiento. Delante van el teniente y su ayudante, ambos con el distintivo de su rango y militarmente rodeados de arqueros. Detrás, empujando, la multitud siempre curiosa. Durante todo el camino a través de la ciudad, mientras pasan ante incontables espectadores que recelosos miran en silencio, Farel se pega al condenado. Sin cesar, conmina a cada paso a Servet para que en el último momento reconozca su error y la falsedad de sus opiniones. Y a la piadosa respuesta de Servet de que muere injustamente, pero que aún así ruega a Dios que sea compasivo con quienes le han acusado, Farel, llevado por la cólera dogmática, le increpa con estas palabras: “¿Cómo? Después de haber cometido el peor de todos los pecados, ¿aún quieres justificarte? Si persistes en esa actitud, te entrego al juicio de Dios y no te acompaño más, y eso que estaba decidido a no abandonarte hasta que expiraras tu último aliento.”
»Pero Servet ya no contesta. Le repugnan los verdugos y los pendencieros. ¡Ni una palabra más para ellos! Sin cesar, el supuesto hereje y ateo murmura, para en cierto modo aturdirse: «Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí.» Después, elevando la voz, vuelve a pedir a los presentes que recen con él y por él. Y estando ya en el lugar del suplicio, vuelve a arrodillarse para recogerse con devoción. Pero, temiendo que ese gesto hecho por un supuesto hereje pudiera impresionar al pueblo, el fanático Farel grita por encima del hombre que reverentemente se ha arrodillado: “¡Ved el poder de Satán cuando tiene a un hombre entre sus garras! Este hombre es muy sabio y tal vez creyó que obraba correctamente. Pero ahora está en poder de Satanás y a cualquiera de vosotros podría ocurrirle lo mismo.”» (1)Notas:
(1) Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», págs. 144, 145,146