Cuando no había escuelas, colegios, universidades, periódicos ni libros, todo el pasado y el presente se trasmitía por la oralidad, retenida y legitimada por el privilegio de la memoria. ¡La palabra era sagrada! En la sociedad originaria de lo que hoy somos las y los dominicanos, su historia era trasmitida en una ceremonia colectiva conocida como “Areíto”, donde el cacique y los más sabios trasmitían pedagógicamente los acontecimientos cotidianos y trascendentes que habían ocurrido para conocimiento general de la tribu, con música, bebidas, comidas y alegría.
Esto quiere decir, que estos pueblos tenían su historia, sus creencias, sus tradiciones, sus leyendas, sus dioses y sus héroes. Aunque no había escritura, dicen los antropólogos, que eran pueblos ágrafos, pero que tenían su propia cultura, su orgullo y su identidad.
En occidente, en Europa, después del feudalismo, en la Edad Media, cuando llegó el “progreso”, con la electricidad, el telégrafo, el teléfono, la fábrica, etc., el capitalismo lo trasformó todo en función del capital, los intereses de las clases sociales y el Poder, donde esas manifestaciones del pueblo, que representaban “lo viejo”, fueron subestimadas, la imprenta simbolizó una superioridad civilizatoria y la oralidad fue marginada. Pero el pueblo, que en gran parte no sabía leer ni escribir el alfabeto dominante, mantenía sus propias manifestaciones culturales particulares.
El 22 de Agosto de 1846, William John Thomas, un investigador inglés, con el seudónimo de Ambrosio Melton, envió una carta al periódico “The Atheneum” de Londres, Inglaterra, pidiendo que esas expresiones orales, autoría del pueblo, aquello que algunos llamaban de “literatura popular”, léase, cuentos, leyendas, poesías, adivinanzas, música, bailes, etc., recibiera el nombre de “folklore”. Para él esta palabra significaba: “Folk”, pueblo y lore, conocimiento del pueblo, el saber popular”.
Esta propuesta fue acogida por los centros académicos, los espacios del saber científico, pasando a ser folcloristas, no solamente los creadores, los protagonistas populares, sino también, aquellos que se dedicaban académicamente a su estudio, ganando con esto el folklore una categoría científica, convirtiéndose dentro de las ciencias sociales en una rama de la antropología.
Por estas razones, el 22 de agosto fue escogido como el “Día Internacional del Folklore”, exaltado en el país con trascendencia en los últimos años por la Federación Dominicana de Arte y Cultura, en la sede del Comité Olímpico Dominicano, con reconocimientos y homenajes a personajes, investigadores y grupos protagonistas originales del folklore nacional.
El folklore entre nosotros ha existido antes de la propuesta de John Thomas en 1846 en Inglaterra, porque en la sociedad taína ya existía, aunque no con ese nombre, el cual se enriqueció con los aportes de la cultura española, africana y de todos los grupos de extranjeros que de una manera u otra han tenido interacción con nosotros, en un proceso sincrético creador de enriquecimiento.
Aun así, la palabra “folklore” impresa apareció por vez primera en la República Dominicana el día 10 de febrero de 1884 en el periódico “Ecos del pueblo” que editaba en Santiago de los Caballeros el periodista José Joaquín Hungría al recibir una carta de un lector o lectora de Puerto Plata bajo el seudónimo “Valle de Gracia” cuando le enviaba la famosa décima de Juan Antonio Alix sobre “Un Fandango en Dajabón” al investigador Hugo Schurd de Graz, Australia.
Fundamentado en esta realidad y la ausencia de un día dedicado a la exaltación del folklore nacional, Dagoberto Tejeda Ortiz elaboró una propuesta al Ministro de Cultura, escritor y poeta Tony Raful, la cual acogió con entusiasmo y fue aprobada por el Presidente Hipólito Mejía, emitiendo el decreto Núm. 173-01 del 31 de enero del 2001, declarando el día 10 de febrero de cada año como el “Día Nacional del Folklore Dominicano”.
El día 10 de febrero de ese mismo año, 2001, en una ceremonia realizada en el Palacio Nacional, el Presidente Hipólito Mejía declaró como “Tesoros Vivientes del Carnaval Dominicano”, a solicitud del Ministerio de Cultura, a Sixto Minier, símbolo de los Congos de Villa Mella, a Teófilo Chivertón (“Linda”), Jefe de los Guloyas de San Pedro de Macorís, al grupo de los Chuineros del Cañafistol, Baní, a la inmensa de Fefita la Grande y al maestro José Castillo Méndez, investigador, de los fundadores de Convite y director del Ballet Folklorico de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD).
Además de la exaltación de la aparición impresa por vez primera de la palabra forklore en la República Dominicana, el Decreto Presidencial contempla al folklore como base fundamental de nuestra identidad y contenido determinante de la dominicanidad. El folklore, expresión de nuestra cultura popular, sustenta la máxima de Pedro Henríquez Ureña, apuntalada por la UNESCO, de que “sin cultura no hay progreso” y de que no existen culturas superiores ni culturas inferiores, sino culturas diferentes.
Sin dudas, nuestro folklore se ha ido transformando, constituyendo la continuidad de lo que históricamente hemos sido y somos las y los dominicanos, expresión de nuestras esencias, contenido de nuestros ancestros y espacio de resistencia de nuestra identidad, por eso, nuestro folklore es orgullo nacional y patrimonio de la nación.