Mi padre Rafael Báez era maestro constructor, albañil y ebanista, y cuando llegó a Constanza a mediados de la década del 40 aprendió el difícil arte de sembrar y cosechar hortalizas junto a inmigrantes japoneses y españoles.

 

Tenía un monopolio: construía las lápidas del cementerio, las cruces, los ataúdes y suministraba las flores. Su jornal y el de mamá comenzaban a la tres de la mañana y no paraban hasta que el sol se escudaba detrás del pico Duarte.

 

La salud de mi abuela paterna, por los días en que ajusticiaron a Trujillo, comenzó a quebrantarse a sus 90 años. Rafael construyó un hermoso ataúd, él mismo lo diseñó y lo fabricó, revitalizando la madera en su color natural de un marrón brillante.

 

El destino le tenía guardada una esas jugadas irónicas de las que no hay manera de zafarse.

 

Aquel ataúd fue trasladado desde Constanza a Santo Domingo junto con la familia, y enganchado en lo más alto de la enramada en el negocio de venta de maderas: papá se había convertido en un empresario, -y si cabe el término- en un burgués pues en entre los negocios que tenía tanto en la capital  como en Constanza, en El Río y en Tireo controlaba el trabajo de familias enteras que trabajaban en sus hortalizas, en el aserradero, en la tienda de flores, en una mueblería-ebanistería, en confección de ropa y zapatos para campesinos, y en el comercio de todo lo que pudiera comprar y consumir la gente que trabajaba para él. Seguía siendo un analfabeto alimentado por la plusvalía.

 

Crecí viendo a cada rato aquel ataúd. Mi abuela desconocía que existía. Los años pasaban y nada de morir.

 

En algún momento mi padre se cruzó en el camino de Juan Bosch cuando visitó Constanza, y saludarlo y darle las manos lo cambió pues luego de eso él quiso aprender para leer los cuentos de don Juan que yo leía algún que otro domingo. Cuando tumbaron al presidente Bosch, él se amargó aún más de lo que ya venía marcado por un caso que le pasó en el 1959 (que algún día sacaré a luz pública).

 

En 1965, papá entró en la guerra constitucionalista del lado de los rebeldes. Vivíamos en la 17 esquina 16 (hoy Padre Castellanos esquina Eduardo Brito) en la frontera con Gualey, en el Ensanche Espaillat. Al terminar la guerra y comenzar la “Operación Limpieza” papá desapareció un día cuando el CEFA (Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas) se lo llevó en un vehículo militar hasta el día de hoy.

1962 Rafael Báez, el negro en cuclilla. En evento de madereros en USA

Nuestra casa había sufrido el impacto de proyectiles e igual casi cada metro cuadrado de la enramada donde estaba el ataúd para el entierro de mi abuela, al que el tiroteo le hizo un rasguño siquiera. Yo inspeccioné aquel ataúd acercando mi vista con unos binoculares que usaba mi padre. Cierto día mientras estudiaba un fuerte ruido se produjo en la enramada: se había caído y destrozado casi por completo aquel ataúd.

 

Tiempo después mi abuela murió a los 103 años en la indigencia, y hubo que hacer una colecta en el barrio para comprarle un ataúd de esos que se fabrican con madera “reciclada”.  Con la desaparición de Rafael también desapareció toda la riqueza robada por militares junto a socios de mi padre, quienes dieron la espalda para siempre a la familia de su socio hecho desaparecer con su connivencia (como he confirmado a lo largo de cinco décadas).

 

Años después, averiguando mi madre y yo, resultó que mi padre había sido fusilado por el CEFA y enterrado en una fosa común: sin cruz, sin lápida, sin flores, sin ataúd.

 

Tal vez a este tipo de realidades se refería Albert Einstein cuando sentenció –“Tendremos el destino que no hayamos merecido”.