Hay gente en la cola de todos los cines

Gente que llora, gente que ríe
Gente que sube y que baja de un coche

Gente en el rastro y en los ascensores
Gente en la guagua, en el metro, en la lluvia, en un árbol
Gente en la cuesta, vestida, desnuda cantando.

(Canción Gente Sola, Pedro Guerra).

La Dirección General de Tránsito Terrestre (DIGESETT) debería ser un modelo de eficiencia en la organización del tránsito y la seguridad vial, pero, lamentablemente, refleja un sistema de gestión ineficiente que no responde a las necesidades del ciudadano. El servicio que ofrece esta institución, lejos de mejorar la movilidad y la seguridad en las calles, genera un caos adicional y una sensación de desorganización. En lugar de centrarse en la optimización del tránsito para el beneficio de todos, el enfoque parece estar en satisfacer intereses particulares y de funcionarios enfocados en su imagen y privilegios.

Recientemente, hemos sido testigos de una práctica vergonzosa y costosa que se repite constantemente: cada vez que el director de DIGESETT se desplaza por la ciudad, se despliega un operativo policial masivo. Decenas de policías motorizados y a pie se posicionan en cada intersección por donde el funcionario va a pasar, obstruyendo el flujo normal del tráfico. Esta movilización no está orientada a proteger al ciudadano ni a garantizar el orden en las calles, sino a asegurar la seguridad de un solo individuo  y alimentar su ego, lo que pone de manifiesto la disfuncionalidad del sistema y el mal uso de los recursos públicos.

La militarización de servicios civiles, como el tránsito en la República Dominicana, refleja una herencia histórica que vincula el poder político con una cultura autoritaria y centralizada. Esta tradición tiene raíces en los regímenes de Rafael Leónidas Trujillo y Joaquín Balaguer, caracterizados por estructuras estatales controladas por las fuerzas armadas y una fuerte presencia policial en áreas administrativas. En el caso del tránsito, estas prácticas han evolucionado hacia una dependencia de organismos como la DIGESETT, con un enfoque que prioriza el control mediante personal uniformado y estrategias militarizadas, obviando los mecanismos modernos para organizar el tránsito.

El fenómeno se observa, por ejemplo, en la visibilidad de agentes de tránsito en eventos oficiales o en los desplazamientos de altos funcionarios. En estos casos, el despliegue de recursos es una forma de reafirmación de la autoridad, asociada con el legado trujillista. Esta dinámica alimenta una percepción ciudadana de que el servicio público está subordinado a intereses particulares, en lugar de centrarse exclusivamente en el bienestar colectivo y la eficiencia administrativa.

Sin embargo, la militarización del tránsito también responde a desafíos actuales. En un contexto urbano complejo como el de Santo Domingo, donde los problemas de tráfico y seguridad vial son críticos, la presencia policial puede justificarse como una medida para mantener el orden. No obstante, este modelo contribuye a una mayor desorganización del tránsito. Al concentrarse la mayoría de los recursos en la presencia policial en puntos específicos por donde se desplazan de funcionarios ególatras, otras áreas quedan sin cobertura suficiente. Como resultado, se produce una concentración del tránsito y un incremento en los embotellamientos, lo que agrava aún más los problemas de movilidad en la ciudad.

Desde una perspectiva sociopolítica, esta práctica refleja un balance inestable entre tradición y modernización. Mientras el país avanza hacia la modernización de algunos servicios públicos, ciertos aspectos, como la gestión del tránsito, permanecen anclados en modelos jerárquicos. Esto sugiere la necesidad de reformar la cultura organizacional de instituciones clave, promoviendo una transición hacia una gestión más inclusiva, basada en la transparencia y la participación ciudadana.

El caso del tránsito dominicano pone de manifiesto tensiones entre la historia y el futuro. La militarización como herramienta de control no solo perpetúa una cultura autoritaria, sino que también limita la implementación de políticas innovadoras. Reformar estas estructuras requiere un compromiso político y social para priorizar enfoques que respondan a las necesidades contemporáneas, dejando atrás prácticas insostenibles en el contexto actual.

¿Por qué esta cultura autoritaria que mueve al desorden resulta odiosa? Porque refleja una falta de respeto hacia los ciudadanos y sus necesidades. Cuando las instituciones encargadas de garantizar el orden y la movilidad priorizan intereses personales, como el despliegue de recursos para la protección de funcionarios, se genera un sentimiento de impotencia y frustración en la población. Este tipo de prácticas demuestra una desconexión entre las autoridades y los problemas reales que afectan a los ciudadanos, creando un ambiente de descontento generalizado.

¿Por qué es vergonzosa? Porque pone en evidencia una cultura autoritaria y elitista que prioriza a unos pocos por encima del bienestar colectivo. Estas acciones reproducen un modelo de gestión pública heredado de tradiciones centralistas y militaristas, en el que el poder se exhibe a través del privilegio en el desplazamiento urbano. Este comportamiento daña la imagen institucional y genera una percepción negativa sobre el uso de los recursos del Estado, evidenciando una falta de compromiso con una gestión eficiente y equitativa.

¿Por qué es costosa? Porque el despliegue innecesario de recursos policiales en operativos para proteger a un funcionario desvía fondos que podrían utilizarse para mejorar la infraestructura vial o implementar soluciones sostenibles de movilidad. Además, genera desorganización adicional al desatender áreas que realmente necesitan regulación del tránsito, incrementando los embotellamientos y afectando la productividad de la ciudadanía. Esta ineficiencia estructural tiene un impacto directo en la calidad de vida y en la confianza en las instituciones.