(Este artículo fue publicado el día 23 de agosto de 2006 en Clave Digital y parece que fue ayer y que será hoy y mañana. Lo qué pasó entonces sigue pasando ahora a una escala mayor. Es la amplificación del horror. El horror, el horror, el corazón de las tinieblas de las que hablaba Conrad)
Cuando las potencias colonialistas implantaron el estado de Israel en la tierra prometida –la tierra de los palestinos-, los peores augurios no tardaron en cumplirse y los frutos de la manzana de la discordia prosperaron de tal modo que en pocos años convirtieron a la región, a toda la región, en una fuente de conflicto permanente y en cliente permanente de la industria armamentista de esas mismas potencias y otras que se añadieron. Todo un negocio redondo, el negocio de la guerra sin fin, el negocio de la muerte y las ganancias desorbitadas.
En uno de sus famosos documentales Michael Moore cita una frase de Orwell en el sentido de que la guerra no se hizo para ganarla sino para eternizarla. La guerra produce y reproduce los valores y miserias del sistema y contribuye en general a perpetuar el estado de cosas, el estado de opresión de los pobres que libran las guerras en nombre de la patria para enriquecer aún más a los ricos. No importa quien gane o pierda, la ganancia es la guerra en sí, sobre todo si se libra fuera de los territorios de los productores de armas, de los mercaderes de la muerte.
La determinación de librar una guerra sin fin en el territorio palestino no es, sin embargo, resultado unilateral de los intereses del colonialismo y de la libertad de mercado armamentista, sino el proyecto de la voluntad de un pueblo irreductible que lo ha perdido todo menos su dignidad.
Wole Soyinka, novelista nigeriano y premio Nobel de Literatura en 1986, declaró una vez en una entrevista, que a pesar de que ha habido conflictos más violentos, más sanguinarios que el de la tierra santa, la naturaleza del mismo y las condiciones de vida de los palestinos le parecían más terribles por varias razones:
«Primero, la arrogancia del robo. La tierra no es un artículo de lujo. Existe un vínculo emocional entre la gente y su tierra. Cuando a uno se la arrebatan, los sentimientos que provoca no se pueden comparar a los de la persona que ha perdido el coche. La tierra fue, por ejemplo, la clave del conflicto anticolonialista en Kenia. Fue lo que dio lugar al movimiento Mau Mau. No fue sólo lucha anticolonialista; existía ese factor adicional que hizo que esa lucha fuese más violenta en Kenia que en África occidental. Ese tipo de colonialismo, en el que la potencia extranjera ha ocupado la tierra, siempre se ha combatido con amargura extraordinaria».
Wole Soyinka afirma que «Lo que los palestinos han tenido que soportar aquí es ver cómo se comían su tierra. Solo que en este caso los responsables, los que bombardean las casas, empujando a los palestinos de manera sistemática y año tras año, son seres humanos. Es como si a uno le amputaran una parte de su cuerpo».
Otro elemento que tipifica el drama palestino, a juicio del novelista, «es la humillación. Esa sensación del que ocupa un estatus de inferioridad en su propia tierra, en la tierra que uno cree que le pertenece. Observemos, por ejemplo, los retenes militares israelíes, los que controlan el movimiento de la gente y convierten los lugares donde residen los palestinos en verdaderas cárceles… Creo que el móvil de esos retenes no es tanto la seguridad; lo están haciendo para humillar».
Un viejo artículo de James Petras sobre el acoso a Ramallah y la autoridad palestina en época de Arafat parecería cosa de hoy y no deja de ser de hoy porque la tragedia es recurrente:
«Las imágenes de la fuerza militar de Israel han sido transmitidas al mundo entero. Soldados disparando en la cabeza a los heridos. Tanques derribando paredes de casas, oficinas, el complejo de Arafat. Cientos de niños y hombres, con las cabezas encapuchadas, siendo llevados a culatazos a los campos de concentración; helicópteros artillados destruyendo mercados; tanques destruyendo olivos, naranjos y limoneros. Las calles de Ramallah devastadas. Mezquitas y escuelas acribilladas a balazos, dibujos de niños hechos pedazos, crucifijos hechos añicos, paredes autografiadas por los merodeadores del ejército. Millones de palestinos rodeados por tanques: con la electricidad cortada, el agua, los teléfonos, sin alimentos. Las tropas de asalto rompen las puertas y los muebles y los utensilios de cocina, lo que sea que haga posible la vida. ¿Es que acaso alguien puede decir hoy en día que no sabía que los israelíes estaban cometiendo un genocidio contra todo un pueblo, apretujado en los sótanos, bajo las ruinas de sus hogares? A los sobrevivientes entre los heridos, a los agonizantes, se les niega deliberadamente la atención médica gracias a las decisiones sistemáticas y metódicas del Alto Mando israelí de bloquear todas las ambulancias, de arrestar y hasta disparar contra los conductores y el personal de emergencias médicas.
»Tenemos el dudoso privilegio de ver y leer al instante cómo se desarrolla todo este horror por parte de los descendientes del Holocausto, los que con hipocresía y rencor reivindican el monopolio del uso de la palabra que mejor describe el ataque contra todo un pueblo, con la complicidad de la mayoría de los israelíes – excepto unas pocas almas valientes».
Aparte de querer borrar del mapa a un país, en más de una ocasión los israelíes han destruido los registros de varios pueblos palestinos, las actas de nacimiento, los certificados de escolaridad, los pasaportes y las referencias académicas de los graduados en universidades, médicos, ingenieros, abogados que se quedaron sin títulos, sin constancia de estudio a los que habían dedicado una vida y sobre todo sin identidad. Los convirtieron en apátridas, seres extraños sin documentación posible, ni siquiera en el país natal.