Como militante de la “paz perpetua” kantiana, fundamento para garantizar la vida humana en sociedad, abogo por la convivencia entre las personas como ideal y meta de la civilización, más allá de las diferencias étnicas, lingüísticas, religiosas o culturales. Sin embargo, desde que existen la propiedad privada y las clases sociales, ha habido guerras, batallas y conflictos políticos, ideológicos y religiosos. Desde cuando el hombre usó la piedra, el hacha o el garrote para disputarle al otro la comida o el territorio –durante el salvajismo y la barbarie de la era primitiva–, ha habido contradicciones entre vencidos y vencedores, triunfadores y derrotados –y a nadie le gusta perder, sino triunfar y salir victorioso. Acaso porque el individuo no nació para perder sino para ganar e imponerse al otro. Puede perder una batalla pero no está hecho para la derrota, como dijo Ernest Hemingway. Empero, sabemos que las contradicciones y la lucha de clase –desde el esclavismo y el feudalismo hasta el capitalismo–, han sido el motor de la sociedad humana –como reza el marxismo. La historia de la humanidad está escrita con sangre, llena de sangre –inocente o no–, de guerras históricas y extenuantes –a veces estúpidas, absurdas e irracionales—que han durado días, décadas y hasta cientos de años. La lista es incontable y larga. Guerras, guerrillas y batallas: la historia de la humanidad se ha escrito, y definido su curso, mediante conflictos armados, invasiones, intervenciones y guerras intestinas.
La guerra las libran y escenifican los estados y los gobiernos, con sus ejércitos de soldados y militares, y al margen de la voluntad de las personas civiles, a menudo, solo por caprichos, ambiciones o la ira de un mandatario, líder, tirano o caudillo, dejando una estela de muertos, heridos, mutilados, prisioneros y condenados a muerte. Como se sabe, ninguna guerra, batalla o revolución es positiva, pese a que pueden ser progresistas como la Revolución francesa, de carácter burgués y basada en la igualdad, la libertad y la fraternidad, y contra un orden despótico y autoritario. Pero, como se ve, empleó la condena a muerte y la pavorosa y despiadada guillotina. Es decir, esta revolución, que parió a la burguesía como clase social, frente a la monarquía, también dejó un halo de horror y destrucción; igual que la Revolución rusa de los soviets en 1917, para derrocar al zarismo e instaurar el socialismo y la dictadura del proletariado, pero que, con el tiempo, en el poder, derivó en totalitarismo (o estalinismo). Para salir de una tiranía o de un régimen de oprobio, que pretende exterminar una raza o una cultura (como el nazismo), se imponía –o impuso– una guerra cruenta que costó millones de almas. Pero que instauró y fortaleció el imperialismo y el estalinismo, un sistema capitalista y un régimen totalitario, que también bañó de horror a Europa del Este. Tras el fin de la II Guerra Mundial y el triunfo de los Aliados sobre el Eje, se instaura la Guerra Fría y un mundo bipolar, nacido de las cenizas del nazismo y el fascismo. Después del armisticio, el Plan Marshall, el Pacto de Varsovia, la OTAN y la ONU, se crearon organismos para restaurar una Europa devastada por la guerra, para garantizar una paz duradera y un nuevo orden mundial político, económico y jurídico.
Ante el histórico conflicto árabe-israelí, entre Palestina e Israel, desde la fundación del Estado de Israel, en 1948, no han cesado las confrontaciones bélicas, de carácter ideológico y religioso por ocupar un territorio que la ONU entregó, mediante una resolución para ambos países. Desde entonces, la historia de estas naciones ha girado en torno a acuerdos de paz, pero que son violados recíprocamente. Frente a este conflicto del Medio Oriente –que tiene repercusiones en el mundo occidental–, no podemos quedarnos indiferentes ni hacer silencio como sociedad, individuos y personas, y menos aún como intelectuales. La “ética de la responsabilidad” y la moral del compromiso nos instan a tomar partido o a fijar una postura. Solo que para hacerlo hay que conocer la historia y la naturaleza del conflicto para no pecar de irracionalidad y sectarismo. O para no radicalizarnos con un bando a expensa del otro, sobre todo cuando vivimos en otra realidad y otro mundo, con otra historia y otra composición cultural y religiosa, como lo son el Caribe y América Latina. Esta contienda, que trasciende el cristianismo y el islamismo, es decir, la cuestión religiosa, desemboca en un conflicto entre estados: entre el terrorismo individual y el terrorismo de estado. Los latinoamericanos no comprendemos a pie juntillas estas confrontaciones históricas, políticas, religiosas e ideológicas porque solo hemos vivido la resistencia a la conquista y la colonización, las guerras independentistas y tres intentos de guerras en el siglo XX: la revolución agraria mexicana de 1910, la socialista cubana de 1959 y la sandinista nicaragüense de 1979. Estas dos últimas terminaron en contrarrevolucionarias y reaccionarias, pues se volvieron dictaduras autoritarias y unipersonales, de izquierda, es decir, una descomposición de su origen, una degeneración de su razón histórica: la revolución cubana, que terminó en una dinastía de un partido único, sin realizar nunca elecciones populares y libres, y la revolución nicaragüense, en una monarquía, de una pareja presidencial, que encarcela y exilia a los opositores y sus candidatos.
Desde niño, hemos leído en la prensa, visto por tv y oído por la radio, noticias de bombardeos, asesinatos, secuestros, invasiones y actos terroristas en Oriente Medio, usando misiles, tanques, armas aéreas y terrestres, y ahora drones. A estos se suman crímenes de lesa humanidad, pues involucra a civiles, ancianos, enfermos y niños, y donde no se discriminan hospitales, escuelas, albergues y universidades: violando el derecho internacional humanitario, los derechos humanos, y usando armas de destrucción masiva, prohibidas por tratados internacionales. Las antiguas tierras santas, cuyas ciudades y poblaciones conocemos por la Biblia, crecimos viéndolas desangrarse, destruirse y entre matarse por razones ideológicas, religiosas o geopolíticas. Vimos el calvario y la muerte de Cristo, como judío, desde la exégesis bíblica. Y durante el nazismo, volvimos a ver, con horror y espanto, el holocausto de los judíos, durante la Segunda Guerra Mundial, periodo durante el cual se entronizaron las máquinas de muerte y las torturas: con cámaras de gas, hornos crematorios, perros asesinos, fusilamientos, ahorcamientos, mutilaciones, vejaciones, marchas de la muerte, linchamientos y crímenes de lesa humanidad. Ese camino de sufrimientos y castigos sin parangón nos hizo a todos sentir admiración, solidaridad, lástima y conmiseración por ellos, como pueblo que necesitaba –y necesita– una nación, un territorio y una patria para restaurar y restañar sus heridas, reales y simbólicas, y preservar su memoria histórica y vivir en paz. Sin embargo, desde los años cuarenta del siglo XX hasta el presente, han vivido en un eterno conflicto bélico con los palestinos, a quienes se les dio un territorio en la franja de Gaza para vivir y convivir, cristianos y musulmanes. No obstante, Israel ha emergido, tras vivir el infierno y el purgatorio de la persecución nazi, convertida en una gran potencia económica y militar, gracias al apoyo de los EEUU. Y por tanto, lastimosamente, ha perdido parte de la solidaridad internacional como víctima del nazismo, al convertirse en aliada de EEUU y al tener que vivir en constante conflicto bélico con Palestina y el mundo árabe, rodeado de enemigos y adversarios, y minado de terroristas de países limítrofes y vecinos.
Pero el gran mal, el meollo de la cuestión, la raíz del conflicto, está en la entronización del terrorismo como vía de algunos grupos palestinos o pro-palestinos (como Hezbolá y Hamas) enquistados en Líbano, Yemen, Irán o Siria para conquistar o reconquistar su territorio y la reacción de Israel como estado sionista para preservar su estado-nación, de modo desproporcionado y sistemático y con saña, retaliación y odio. Hay que aclarar que son diferentes el estado de Israel, el pueblo de Israel, y por otro lado, el estado de Palestina, el pueblo palestino y los grupos terroristas. El terrorismo individual o colectivo siempre es la peor vía para la paz, el peor enemigo del respeto a la vida humana y el más irracional y fanático método para una civilización y una sociedad, organizada y moderna, pues lo alimentan y atizan el fanatismo religioso y el dogma ideológico.
Desde niño nos enseñaron, como un principio cristiano, que el odio engendra más odio y que la violencia engendra más violencia. De modo que, la solución a este conflicto histórico-político no reside en la represalia con la misma saña y la misma violencia, sino con la búsqueda del entendimiento y la convivencia, más allá de las diferencias. Muchas de las acciones militares de Israel, por su desproporción indiscriminada, dentro del territorio palestino, en la búsqueda de terroristas de Hamas y Hezbolá, violan normas de los derechos humanos, y por tanto, ameritan un cese y una tregua, para impulsar el diálogo y la comprensión. La escalada de violencia no de los judíos ni de los israelitas sino del ejército de Israel (que no es lo mismo), contra la población civil, es lo que se cuestiona. Como también son condenables los secuestros, la práctica de capturar como rehenes a turistas y civiles, y acciones terroristas no de los palestinos civiles, sino de los grupos y células terroristas que se refugian en la franja de Gaza, Cjordania, Yemen, Líbano o Irán, y que usan hospitales y escuelas como escudos, pero que también son prácticas condenables por inhumanas y despiadadas. En ese sentido, es de justicia destacar, que el ejército israelí no secuestra ni hace ataques de tipo terrorista.
El uso de tanques y de misiles de modo masivo por aire y tierra ha provocado una catástrofe mayúscula y una crisis humanitaria de vastas proporciones. Los escenarios de bombardeos representan zonas de destrucción con secuelas de mutilados y muertos. Los bombardeos de Israel a Líbano contra objetivos del grupo Hazbolá o los ataques a los hutíes en Yemen, y sobre todo, a los milicianos palestinos y miembros de Hamas de la franja de Gaza, se han recrudecidos en los últimos meses. Ante este nivel del conflicto, voces del mundo claman por un alto el fuego inmediato y el cese de las hostilidades hasta que se arribe a un acuerdo provisional o definitivo. Las propuestas de veto al Consejo de Seguridad de la ONU o de una tregua humanitaria, han caído en la sordera de ambas partes, tanto del apoyo de EEUU a Israel como de Irán a Palestina. Para la Corte Internacional de Justicia hay señales de un genocidio mientras que el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas pide a Israel cuentas por los crímenes de guerra durante la invasión a la franja de Gaza. Igual se ha pronunciado la Corte Penal Internacional, que ha solicitado la detención de los líderes de ambas partes en conflicto, bajo la acusación de crímenes de lesa humanidad.
Cuando viví un breve tiempo de estudios en New México, en 1996, recuerdo el asesinato de Yitzhak Rabin, perpetrado por un fundamentalista, tras cantar el himno de la paz, luego de firmar un tratado de paz con Yasser Arafat, el líder de la OLP, con la presencia, como testigo, del presidente Bill Clinton, en Camp Davis. También recuerdo el asesinato de Anwar el Sadat, a la sazón presidente de Egipto, asesinado en El Cairo, en 1981, llevado a cabo por un grupo opuesto al pacto, después de haber firmado un acuerdo de paz y el cese de las hostilidades con Menajem Beguin (que les valió a los dos el Premio Nobel de la Paz). Tampoco los intentos bajo el liderazgo de Golda Meir, Moshe Dayan, Simón Peres, Ben Gurion o Ariel Sharon, líderes del Estado de Israel, quienes han jugado papeles estelares, pero han sido incapaces de lograr la difícil pacificación de la región. De modo que los intentos por conquistar la paz han tenido muchos tropiezos y bastantes enemigos, que parecen más amantes de la guerra que de la paz. Sin contar los intentos de asesinatos que sufrió Yasser Arafat, todas las veces que firmó algún tratado de paz o que opinó a favor del cese del conflicto y la liberación de Palestina –y cuyo liderazgo hace hoy tanta falta.
De manera que vemos con estupor y escepticismo las tentativas por lograr la paz en Oriente Medio. Al contrario, en los últimos años, se ha recrudecido el conflicto y tomado un giro más radical y cruento, y una escalada más peligrosa. Los históricos conflictos en Cjordania y en la franja de Gaza no habían alcanzado tantos niveles de cerrazón y crueldad hasta la masacre terrorista, por sorpresa, del 7 de octubre de 2023, cuando los israelitas celebraban la fiesta de Simjat Torá, y fueron atacados por militares palestinos del grupo Hamas y de la Yihad Islámica, dejando una estela de más de 1,200 muertos. Fue un ataque similar al perpetrado durante la Guerra árabe-israelí de Yon Kipur o Guerra de Ramadan, en 1973, contra Israel por parte de Egipto y Siria, en la península del Sinaí, en un intento por reabrir el canal de Suez, que dejó miles de muertos. Pero, en 1982, en cambio, se llevó a cabo una atroz masacre contra un campo de refugiados palestinos en Sabra y Shatila, en el Líbano, una matanza de cientos de personas cometida por la Falange Libanesa cristiana de la Iglesia maronista, en venganza por el asesinato del presidente electo de Líbano, Bashir Gemayel, y por los asesinatos por parte de palestinos de 582 cristianos y la profanación de un cementerio. De manera que, durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del siglo XXI, asistimos a un río de sangre de ambas partes del largo conflicto geopolítico y religioso que no parece tener fin porque, al parecer, nada allana el camino del entendimiento, la convivencia pacífica y el perdón. Ha sido tanto el odio, alimentado por el resentimiento, que no queda espacio para la reconciliación; y si se logra, tardarán muchos años para lograr la anhelada y deseada paz entre musulmanes y cristianos, palestinos e israelitas, y a cicatrizar o cerrar las heridas, simbólicas y reales, de esta guerra prolongada, absurda y triste.