Durante el período de la pandemia los seres humanos nos preguntábamos, bajo el más terrible y agobiante confinamiento, qué vendría después de aquella tragedia mundial que nos llevaba a pensar en la incertidumbre del futuro inmediato.
En nuestro caso, pensamos siempre en cuál sería el comportamiento humano de los sujetos sociales, independientemente de su condición de clase, más que en la idea de la lucha entre ricos y pobres, que no debe ser la visión de estos tiempos.
Pensábamos en el perfil de la condición humana y el egoísmo que se alojarían en el alma de las personas en la futura etapa pospandémica.
Pensar en aquellas ideas, y así lo creo, era un asunto normal, pues bajo aquel encierro, sin posibilidad de escape, cabía la opción de reflexionar sobre la naturaleza humana. Imaginemos, por ejemplo, si los seres humanos fundamentarían todos sus hechos en el amor, y no en el egoísmo.
Pero resulta que, después de aquella oscuridad que nos ha marcado psicológicamente a todos, vino la guerra, por intermediación a través de terceros, que envolvió en un conflicto a dos países –Rusia y Ucrania–, íntimamente ligados por la historia.
Ahora nos llega la guerra del Medio Oriente. Y fija, o permanente, tenemos una guerra del egoísmo. Las potencias se la juegan a cualquier costo, por encima de la propia vida de la gente.