Allí donde estuviera ella,
estaba el paraíso.
Mark Twain

Él dijo que fue ella quien vino con el cuento de la fruta, que él no estaba en eso, que se distraía leyendo él Génesis y escuchando a los ángeles cantar cuando la vio venir con sus malas intenciones. Ella puso esa carita que saben poner las mujeres y se hizo la mosquita muerta. Le dijo que le habían dicho que la fruta —la dichosa fruta de la discordia— contenía vitaminas para revigorizar el organismo, para evitar —entre otras caídas— la caída del pelo y para irrigar los complejos laberintos cerebrales. La fruta los haría más sabios, le quitaría a él un poco de todo lo que tenía de menso y se avisparía otro poco. Quizás mostraría interés en otra cosa.


El dijo que fue ella la que dijo que fue la serpiente que le dijo. Le dijo que la fruta se estaba echando a perder y había que comérsela pronto. Que el asunto ese de la prohibición no la convencía, que estaban pasando necesidades y la fruta se estaba echando a perder.
Ella dijo que fue él quien se inventó el cuento de la serpiente, que hacía tiempo que la acosaba con el asunto ese de la fruta y que ella siempre se negaba. Que él le decía entonces que era una malagradecida, que bien cara le había salido, que le había costado una costilla y era él quien la cuidaba y la protegía de las alimañas en aquel monte virgen donde había que andar con un machete en la mano para abrirse camino y refugiarse temprano en la cueva para que no se los comieran los mosquitos. Y en la cueva seguía insistiendo con el asunto de la fruta y ella decía que no y él insistía.
La serpiente dice que a ella la calumniaron, que ella estaba por ahí sin meterse con nadie, ocupándose de sus asuntos, tratando de atrapar un sapo que croaba distraídamente y de repente la agarraron por la cola y la trajeron sin decirle sus derechos al tribunal y ahora la están acusando de haber inducido a la mujer para que ella a su vez indujera al hombre. Que ella no tenía que ver con la fruta. Que ni siquiera comía frutas. Que seguramente fue la mujer la que se inventó todo el cuento.

—Entonces los tres dicen que fueron engañados —dijo el juez—, pero la cuestión fue que se comieron la fruta. Confiesen y no me hagan perder el tiempo. Estábamos almorzando y probando un producto nuevo, un jugo de uva, y me dijeron que resolviera y regresara de inmediato. ¿Comieron o no comieron de la fruta del árbol que ya saben?
—Por culpa de la serpiente que la engatusó a ella para que ella me engatusara a mi. Incluso le mordió un calcañal cuando iba a bañarse al río para llamar su atención y de inmediato le puso conversación y empezó con el cuento de la fruta.
—La mordí porque me iba a pisar —dijo la serpiente—, tiene esa mala costumbre. Yo no tengo que ver con eso, yo no como frutas.
—Pues por culpa tuya ella comió fruta y me hizo comer a mi otro pedazo y nos quedamos ahí mirándonos con la mirada torcida y retozona, sintiendo que los huesos se nos llenaban de espuma, como dirá alguna vez García Márquez, sintiendo lo que nunca habíamos sentido y con más ganas de comer fruta.
—Por eso —dijo el juez— saben ahora que están desnudos y sufren la vergüenza y la deshonra.
—Siempre lo he sabido porque no soy ciego y veo todo lo que me está colgando. Los domingos, cuando me pongo taparrabos para ir a misa no se me ve nada. Y a ella tampoco.
—Pero si la misa no la han inventado todavía —dijo el juez, que estaba enojado y visiblemente achispado.
—Pero es que a mí me gusta adelantarme a los acontecimientos.
—Por adelantarte a los acontecimientos vas a tener que abandonar este paraíso.
—No exagere, señor juez, que no es para tanto. Mitad monte, mitad pantano, no es exactamente Punta Cana. Y yo tampoco me parezco a Frank Rainieri.
—Pues te va a parecer un paraíso cuando tengas que salir al mundo a ganarte el pan trabajando de sol a sol.
—Eso me parece una arbitrariedad, señor juez. Además el pan no lo han inventado y el trabajo tampoco.
—Yo no doy las órdenes, las cumplo. Y no me interrumpa que me puedo confundir. —Decía ahora…, decía…, ¿Qué es lo que iba diciendo…? Decía que desde ahora vas a tener que trabajar, te ganarás el pan con el sudor de tu frente y parirás, se multiplicarán los sufrimientos de tus embarazos, darás a luz a tus hijos con dolor. Sentirás atracción por tu mujer, y ella te dominará.
—Pero eso es absurdo —dijo él.
—El juez sabe lo que dice —dijo ella.
—Pero es que no puede ser…
—Silencio —dijo el juez, con la lengua evidentemente estropajosa—. No hagas enojar a las autoridades. Te puede pasar algo peor, como lo que le pasó al ángel caído.
—¿El que se cayó después que lo empujaron?— dijo la serpiente.
—Silencio, nadie te ha dado permiso para hablar, y ahora tú, mujer, serás maldita entre todos los animales y te arrastrarás por el suelo y comerás tierra y lodo y serás enemiga de las serpientes junto a toda tu descendencia y les morderás los pies.
—¿Pero que disparate está diciendo?—dijo la mujer.
—El juez sabe lo que dice –dijo la serpiente
—Y tú, serpiente, cultivarás la tierra, con duro trabajo la harás producir tu alimento durante toda tu vida y la tierra te dará espinos y cardos, y tendrás que comer plantas silvestres.
—Pero este hombre no sabe lo que dice–protestó la serpiente—, parece que está borracho.
—Todavía no se ha inventado la borrachera—dijo el juez—. Cuidado con lo que dice. Y además, el pecado que han cometido y el castigo que han merecido pasarán a toda la humanidad y ya no serán puros, ni inocentes ni inmortales.
—¡Pero que clase de justicia es esa!—dijeron los tres a coro—. Por una simple fruta, por una desobediencia se condena a toda la humanidad, eso no es justo, eso es contrario completamente a Montesquieu, al espíritu de las leyes, no hay proporción entre la pena y el castigo, no es democrático.
—Esto no es una democracia. La democracia la inventarán después los griegos cuando inventen a los griegos y nunca ha funcionado bien… Se me van de aquí inmediatamente o los sacará un ángel con malas pulgas y una espada flamígera… Arre, para afuera, a crecer y multiplicarse…

Y así fueron arrojados del llamado paraíso el primer hombre y la primera mujer y la primera serpiente con una hoja de higo delante y otra detrás, con excepción de la serpiente que no las necesitaba.

El hombre y la serpiente llevaban al abandonar el lugar la cabeza baja. En cambio la mujer parecía feliz. Incluso se despidió del arcángel que custodiaba los límites de lo que ahora había pasado a ser propiedad privada con un guiño travieso. Pero el arcángel se hizo el disimulado. No quería problemas con las autoridades.