Capítulo 4 de la crónica escrita sobre agua

Queridos niños:

Como no puedo saludarlos por sus nombres, paso a contarles mejor un cuento.

Había una vez un invento que se llamaba telegrama, que adelantaba breves mensajes a través de ese servicio de comunicación. Los dominicanos separados por mar y tierra dictaban al telegrafista mensajes como este:

Llegará a San Pedro en vapor Las Gaviotas el 11 de noviembre carta, poemario de Rimbaud y daguerrotipo. Desde Montecristi te extraña, Fulana.

Luego se inventaron el teléfono, la radio, las carreteras y otros medios de comunicación y desarrollo de infraestructura. Las provincias se acercaron a la capital y entre ellas, entonces casi nadie acudía a los telégrafos.

Nunca había visto un telegrama o visitado la vieja Oficina de Telégrafos, cuando en 1979, desde Neiba, un pueblo cercano a la frontera, donde no había teléfonos y los diarios llegaban pasado el mediodía, me llegó uno de cortas palabras: Decía: Feliz cumpleaños, tu abuela Encarnación.

Me pareció cruzar por el túnel del tiempo a su recibo; experimenté pasadas costumbres de cuando mi abuela Encarnación Herasme sería una quinceañera como yo ese día. Los telegramas servían para esos detalles de la vida romántica, como ese que atravesó la sierra de Bahoruco hasta la capital dominicana, Santo Domingo, en minutos.

Los telégrafos desaparecieron hace décadas y hace menos tiempo, las llamadas por motivo de cumpleaños se han hecho escasas. Solo las tías Lourdes y Melba Noboa Herasme y mi amiga Carolina Ramos, eligen la llamada para celebrar mis acumulados años desde el alba. Tengo predilección por las felicitaciones escritas, aunque las tarjetas electrónicas no traen aromas como las tarjetas de Hallmark de mi pubertad. Ese romanticismo nos proviene de esa línea ascendiente.

Por tal motivo, quiero adelantarles un mensaje parecido al telegrama que me envió la abuela porque no había cableado telefónico en Neiba. El mío lleva aroma. Quiere oler a flor de coralillo. Es mi cuento de perenne primavera para ustedes, porque estos arbustos estaban plantados en los jardines de las calles de Santo Domingo y en los parques de Neiba. Un arbusto resistente con una floración oliente a rocío atrapado. Espero que ustedes lo conozcan.

Flor de coralillo

Quizás a abuelita Encarnación le habrá dado pena esa carencia de comunicación más directa, aunque no lo creo. Leía los diarios completos y estaba siempre al día en la actualidad nacional e internacional. No se sentía aislada. Ha pasado el tiempo y, de todas, es la única felicitación recibida el día que cumplí quince años que ha quedado centrada en mi memoria. No había pensado antes que de ella acaso heredo el hábito que también tenía su hijo, mi papá, por andar enterado y darse por enterado desde temprano.

Supongo que ella sabía de mí, lo que yo de ustedes: cómo sonaba mi risa y que, a pesar de la edad primorosa que cumplía, todavía tenía y sigo teniendo la cara cachetona, aunque ella tendría meses, quizás más de un año sin verme cuando me escribió ese telegrama.

Además, sé que algunos de ustedes tendrán hoyuelos, y otros, los dientes graciosamente torcidos como ratoncitos. No creo que hayan oído mi nombre o visto mi imagen, pero apuesto que entre ustedes hay alérgicos a los espárragos, zurdos y niñas que alcanzarán los 5’4”, que no es mucho, pero está bien.

Todavía faltan más de cien años para que ustedes nazcan, pero hoy entendí que tenía un mecanismo, como el viejo telégrafo, para celebrar sus días y dirigirme a ustedes en sus futuros cumpleaños. No molestaré a su bisabuelo Simón, el papá de sus abuelos Ramírez, pidiéndole que les transmita este mensaje, viejo papel que se perderá como es su justo destino al igual que otros teneres que creemos duraderos sin serlo.

No conservo el telegrama de la abuela, lo que conservo es su gesto, su hábito tan bien arraigado por cada uno de sus nueve hijos, versiones variadas de su parsimoniosa y gentil solemnidad, pueblerinos resguardados por la cordillera de las insignificantes prisas urbanas, con sus más finas costumbres que quisiera no se perdieran del todo.

En consecuencia, he pensado que será mejor remitirles a ustedes saludos por sus cumpleaños venideros que emulen el flemático y discreto carácter de los nacidos en el Sur Profundo de esta isla. Será un mensaje sin caracteres y debe escribirse poco a poco y día a día.

A través de los vapores de los buenos aires y las lluvias nobles, que espero naveguen en la atmósfera hasta sus días, estaré celebrando cada año nuevo en sus vidas. Los litros de agua que ahorre, a través de los medios cotidianos que encuentre para enfrentar el cambio climático, viajarán invisibles hasta ustedes, y permitirán que esta crónica oxigene su dicha.

Como las pequeñas lozanías tubulares dentro de la floración del coralillo, les enviaré el amor que naturalmente les tengo. Al igual que la abuelita Encarnación, me encuentro ante la imposibilidad de comunicarme directamente porque nos separan montañas de años y sierras de décadas; éstas se encuentran pobladas no de vides neiberas, sino de vidas bañadas por sangre mía intermedia que no escucharé latir.

Aun así, los escucho, niños. Me acerco al pecho de mi hijo Simón y predigo el palpitar con que abrirán curiosos los pétalos de algún coralillo para olerlo por dentro acercando sus caritas cachetonas. Dejen de reírse y de poner mano al jardín de su abuelita Ramírez. Abracé a Simón ayer temprano sin explicarle por qué y en ese abrazo a él lo hacía a ustedes.

Dicto un breve mensaje a mi telegrafista, el aire, con renovados hábitos medioambientales, en la espera de que la atmósfera quiera conservarlo en su presente perpetuo: Feliz cumpleaños, su tatarabuela Angélica.