En una de sus principales obras, el filósofo Ludwig Wittgenstein escribió: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo” (Tractatus, 6.52).
Siempre he visto este aforismo como un ejemplo de la actitud filosófica. Subyace a él un cierto elogio a la irreductibilidad. El mundo expresable en el lenguaje es el de los hechos, más allá de sus límites existe una dimensión de la experiencia humana no reducible a los mismos. Y si bien el éxito de la ciencia requiere del empeño sistemático a favor del reduccionismo, la filosofía es la decisión racional y consistente por trascenderlo.
Podemos describir el conjunto de recursos que se emplearon para pintar un lienzo, pero las emociones que experimentamos al verlo no se reducen a su descripción técnica. Tampoco, experimentar la muerte de un ser querido se reduce a la descripción clínica de la misma. El dolor nos remite a la búsqueda de un sentido que no es explicable a partir de un diagnóstico médico.
Con frecuencia, esta búsqueda de sentido impulsa a los seres humanos hacia el sentimiento religioso o hacia la filosofía. La forma que adquiere dicha búsqueda varía en función de las culturas y de las diversas biografías de las personas.
En todo caso, conlleva una inconformidad con el “cómo es el mundo”. A ello se refería Wittgenstein cuando escribió: “Creer en un Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido”. (Diario filosófico, 8.7.16).
Así, la auténtica experiencia religiosa tiene un componente intrínseco de inconformidad sin el cual seríamos mera pasividad. En este aspecto, se asemeja a la filosofía proclamando que: “con los hechos del mundo no basta”.