Con el paso del tiempo, las dinámicas familiares y los valores que se transmiten a los hijos e hijas, se han modificado. Algunas veces los amigos cercanos son parte de la familia, otras veces el divorcio no la “termina”, sino que permite un ambiente más favorable para los hijos y, en infinidad de casos, la ausencia de uno de los padres o incluso de ambos, permite comprobar que la familia es el primer núcleo de solidaridad entre las generaciones.

También con los años han surgido nuevas problemáticas que ponen a prueba la estabilidad y el bienestar de las familias. Ya no es solo la falta de recursos económicos lo que constituye un reto. Los peligros que esconde el uso inapropiado del internet requieren de una reflexión profunda y de acciones conjuntas en la sociedad. Una atención especial nos exige la inaceptable presencia de la violencia física, verbal y emocional en el seno de las familias, que aun cuando nos escandaliza, no hacemos lo suficiente para erradicarla.

La inaplazable tarea de implementar acciones educativas que hagan de nuestros hogares entornos desde donde se colabore con soluciones a los graves problemas que enfrentan las familias en nuestro país, requiere de una cuidadosa planificación. Puesto que el tiempo (y el tráfico) son un obstáculo real, podríamos empezar por las conversaciones. Los padres que hablan en casa de estos desafíos y se esfuerzan por ayudar a sus hijos a resolver sus conflictos con otros, con palabras amables y métodos no violentos, contribuyen a que los jóvenes crezcan como adultos constructores de la paz en todos los ambientes.

Sin embargo, en la búsqueda de familias más sanas y justas, hablar no es suficiente. Postear en las redes sociales, tampoco. Necesitamos articular una consistente serie de valores y luego luchar por vivirlos en la cotidianidad de nuestras vidas, en medio de la rutina de nuestros trabajos. Los más jóvenes se dan cuenta de nuestras coherencias e incoherencias en los valores que intentamos inculcar en la familia. Y, no nos engañemos, sufren con más intensidad de lo que quisiéramos nuestros discursos y actitudes violentas que no solo interfieren negativamente en nuestras relaciones familiares, sino también en nuestro trato con aquellos que piensan distinto. Entonces, ¿por dónde continuar? Por reconocer quiénes somos en verdad, cuáles son nuestros límites y cuáles nuestras posibilidades si hacemos a un lado nuestro egoísmo.

Los adultos sentimos la responsabilidad de dar ejemplo a los más jóvenes, pero sabemos que hay muchas cosas en las que, por mucho que nos esforcemos, ellos harán su propio camino. Sin embargo, es nuestro deber proporcionarles herramientas para construirlo y el mejor lugar para hacerlo es la familia. Es probable que la clave no sea lo que hacen los hijos con lo que les hemos enseñado, sino qué hacemos los padres, no ya para dar ejemplo, sino para vivir.

En Laudate Deum Francisco nos recuerda que “no hay cambios duraderos sin cambios culturales, sin una maduración en la forma de vida y en las convicciones de las sociedades, y no hay cambios culturales sin cambios en las personas” (Num. 70). Por eso, las personas que debemos tratar de cambiar somos nosotros mismos; cambiar, por ejemplo, nuestra manera de abordar las situaciones de violencia.

Las buenas intenciones son necesarias, pero las más de las veces son insuficientes. Tenemos que tomar conciencia de las situaciones de maltrato físico, económico y emocional, distinguirlas y saber cómo intervenir en cada una de ellas. Y no podemos dejar de hablar. Mientras más veces pongamos el tema sobre la mesa, más posibilidades habrá de que las víctimas de violencia y abuso griten pidiendo ayuda y de que los perpetradores sean juzgados y sancionados. Debemos además estar informados de los recursos disponibles en la comunidad (casas de acogida, teléfonos de ayuda y denuncia, etc.,) y saber cómo y cuándo derivar a las personas para recibir ayuda especializada.

También hay que saber cuándo hacer silencio. En un contexto de violencia generalizada (como la forma en que hablamos o reaccionamos en las redes sociales), lo desafiante es ser más amables y reducir con nuestro modo de ser el comportamiento agresivo e hiriente imperante en la sociedad. Las familias tendrían que enseñar y mostrar “la manera humana” de estar en el mundo, de transformar a los rivales en hermanos, porque además de esforzarnos por señalar el camino del respeto en las relaciones, también hace falta enseñar el camino de la hermandad.

Esto último puede hacernos más conscientes de quiénes somos, de nuestras motivaciones, de nuestros patrones de conducta, sean estos conscientes o inconscientes.  Entonces, solo entonces, tendremos la certeza de que estamos contribuyendo con la sociedad desde una familia que cree en el amor.

No podríamos dar un mejor regalo a los jóvenes que la seguridad de que son educados en el amor; un amor que es comunicación, que sirve para afrontar las crisis con empatía, que sirve para salir del propio espacio y entrar en un terreno común con los otros. Así también ellos podrán incidir para que la sociedad sea mejor. De entre todas las cosas, la certeza de que son agentes de transformación es también un ancla, un sentido para sus vidas.