En octubre del 2002, hace ya 20 años, en Estados Unidos se capturo al pistolero John Allen Muhammad en compañía de su presunto hijastro. El detenido, un ex sargento del Ejército de Estados Unidos y veterano de la Guerra del Golfo, cobro notoriedad a lo largo del mes de octubre del 2002 por haber perpetrado 10 homicidios alrededor de la capital estadounidense y en Maryland. Tres víctimas de disparos más lograron sobrevivir. Con 41 años, afrodescendiente, dos veces divorciado y entrenado en los 80s en la base de Fort Lewis, estado de Washington; John Allen Muhammad participo en la guerra del Golfo como ingeniero de combate. También fue miembro de la Guardia Nacional y bien diestro en el uso de rifles de asalto M16, uno de los cuales utilizo en los diferentes disparos que hizo desde su vehículo en marcha y con un silenciador. Otras fuentes indican que se convirtió al islam. Tenía además antecedentes penales debido al uso indebido de armas de fuego.
En aquel entonces, la ciudadanía quedo aturdida, indignada y horrorizada teniendo en cuenta que todavía el trauma de los avionazos del 11 de septiembre del 2001 estaba frescos en la memoria colectiva. Con su captura y más allá del aire triunfalista que su apresamiento y posterior ejecución el 10 de noviembre del 2009 causo; la oleada de homicidios dejo al descubierto la sorprendente ineficacia de los cuerpos policiales y de inteligencia estadounidenses, un craso racismo que fabrico todo tipo de sospechosos entre inmigrantes mexicanos y árabes indocumentados y lo que es aún peor una muestra ante el mundo del atraso en materia de seguridad imperante en los EE. UU.
En dicha oportunidad, y en el contexto de la lucha global contra el terrorismo emprendida por la administración Bush, Norteamérica fue hastiada hasta la saciedad con la repetición de culpabilidad y demonización oficial de Al Qaeda, Osama Bin Laden, el mulah Omar, Saddam Hussein, los regímenes norcoreanos, el de Irán y Cuba quienes fueron denominados como un “eje del mal”. Los mismos, la realidad mostro no resultaron ser los monstruos anticipados por los megáfonos de la administración Bush que afanosamente atizaba la opinión pública para la eventual invasión a Irak. Los hechos con el tiempo demostraron que la amenaza principal a la integridad física del norteamericano común no provenía del integrismo islámico o las armas de destrucción masiva de Bagdad, sino de los 200 millones de armas de fuego que circulaban de manera descontrolada en la población y que cada anualmente hacían posible la comisión de más de 10 mil homicidios, el triple de muertos que oficialmente se registró en los siniestros ataques del 11 de septiembre del 2001.
20 años después, el mismo miedo y pavor que enfrento la nación exactamente hace dos décadas permanece intacto en Norteamérica. A principios de febrero de este 2022 por ejemplo; el presidente Joe Biden anuncio un plan de hasta 500 millones de dólares para afrontar la ola de violencia armada que padece la nación. Tan solo en el 2020, los homicidios se incrementaron en un 35%, cantidad no reportada desde 1994 según cita un estudio del Centro del Control de Enfermedades y prevención (CDC). Mas de 45 mil personas murieron a todo lo largo ancho de Norteamérica en el primer año de la pandemia. Si bien la mitad de las muertes por armas de fuego lo fueron por suicidios, ese número se mantuvo casi igual en el 2020 comparado con el 2019.
Otro estudio proveniente de la Oficina del Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF por sus siglas en inglés) indico que la producción de armas de fuego en EE. UU. se ha triplicado en las últimas dos décadas al tiempo que el país registra niveles sin precedentes de muertes por armas de fuego como lo son también los incesantes incidentes de tiroteos masivos en los que le odio racial ha sido el detonante. La industria de armamento para civiles elevo su producción anual de 3 millones 854 mil 439 rifles, pistolas y escopetas, en 1996, a 11 millones 497 mil 441 en el 2016 (último año con que se cuenta con datos, a 7 millones 11 mil 945 en 2019).
A 20 años de la captura de John Allen Muhammad, las armas de fuego continúan siendo la causa principal de muerte entre adolescentes y niños en Norteamérica. De acuerdo con datos obtenidos del Small Arms Survey (encuesta de armas de bajo calibre) se calcula que existe hoy día 393 millones de armas en manos privadas en EEUU, lo que es lo mismo decir 120 revólveres por cada 100 habitantes. Dentro de estas, se encuentran los rifles AR-15 que han sido utilizados una y otra vez para perpetrar masacres y crímenes de odio. Ya para mayo de este 2022; EE. UU. reporto 372 tiroteos considerados masivos, en los cuales hay por lo menos cuatro víctimas, ya sea muertos o heridos.
Todo lo anteriormente dicho, en el contexto de una nación en cuya esfera política se transita en un ambiente ferozmente agresivo, altamente racializado y violento en términos de militancia política. Donde el diálogo democrático ha sido secuestrado por el discurso de un virulento nacionalismo blanco propenso a la violencia antigubernamental. Con su cabecilla Donald Trump al frente, los amagos de violencia, teorías conspirativas y una turba enardecida de seguidores no solo han sido capaz de violentar el Capitolio un 6 de enero del 2021, sino que además estos mismos partidarios de la “gran mentira” son capaces de irrumpir en la vivienda privada de políticos como Nancy Pelosi y atacar a martillazos a su esposo.
20 años después, del apresamiento de John Allen Muhammad, la misma patología de la violencia, la teología del miedo, el odio racial, y la irracionalidad homicida que engendraron su conducta, lamentablemente no ha disminuido en la nación que hoy por hoy desviste su ropaje de libertad, justicia y democracia y desnuda ante el mundo como una fábrica de monstruos…