Si damos una mirada rápida a lo que está pasando en el mundo -y en nuestro país-, es probable que nos sintamos tristes y desamparados: entre guerras, genocidios, escándalos de corrupción, desigualdad, deportaciones, xenofobia, racismo, migraciones, dictaduras, catástrofes climáticas, pobreza, delincuencia, producción y consumo de drogas, … en medio de la mediocridad de la clase política nacional e internacional. 

A nivel social, estamos a la puerta del final de un imperio, o quizás en un cambio de civilización, bajo la mirada pesimista. Obviando todos los eventos dramáticos de la historia de la humanidad, parece ser un terrible momento, transmitido en vivo y en directo por los medios de comunicación, y manipulado por la inteligencia artificial. 

Con millones de seres humanos híperinformados, paseándose en modo automático con un teléfono móvil en la mano, pretenden comunicarse con alguien o con algo, desesperados por ser vistos, aceptados y legitimados por el afuera. 

Desde la guerra de Vietnam (1955-1975), la crisis de los misiles, el asesinato de los Kennedys, la Guerra Fría, la Revolucion de Abril, no habíamos sentido esa necesidad de no querer tener noticias del mundo.  

Replegada sobre mí misma, no quiero seguir viendo cómo muere la gente en el Líbano, en la franja de Gaza. No quiero escuchar cómo Ucrania y Rusia siguen en guerra. No quiero ver cómo millones de inmigrantes se desplazan de una realidad a otra, miles de africanos se lanzan al mar para no llegar a algún lugar. Me niego a ver cómo los gobiernos usan el dinero del pueblo y cientos de sujetos se hacen gente por un puesto político. Mientras millones mueren por sobredosis en EUA durante las elecciones que Donald Trump ganó abrumadoramente – a pesar de tener 34 cargos de delitos, 2 casos pendientes, 2 impeachments, 6 quiebras, como señala la revista Vanity Fair. 

Sin embargo, tengo que aceptar que mi realidad de hoy me ha dado señales de que no todo está perdido… He podido ver a la atleta Marileidy Paulino ganar varias veces, sin extensiones capilares, ni pestañas postizas. He visto a Carlos Pimentel renunciar a un cargo que nunca debió aceptar. He visto a miles de fumadores apagar las colillas de sus cigarrillos, antes de echarlas en las fundas plásticas de los basureros callejeros. He visto miles de padres trasladar sus hijos en bicicletas, triciclos, patinetas, mientras se desplazan por las calles de ciudades europeas. He visto cómo un rescatista lucha por salvar a un hombre que se aferra a su perro, en las tormentosas aguas de la inundación de Valencia. He escuchado cómo un abuelo explica a su nieta de 5 años lo “que es una manifestación política”. Y he tropezado al salir de un templo ortodoxo ruso con un letrero, que anunciaba que se había encontrado un osito de peluche extraviado en la calle, que se le debe haber caído a algún niño en medio de este otoño – quien lo encontró dejó su correo electrónico con la foto del osito para ser devuelto (ver foto adjunta). 

Estos eventos me llenan de esperanza en medio de la desesperanza de las inesperadas malas noticias, porque también hay inesperadas buenas noticias. Y parece que algo en el ser humano sigue siendo fiel a su verdadera naturaleza, como decía Buda, “el ser bueno”.