– No hay nada suficiente para ti, ¿verdad?

-Te aseguro Marta que a veces puedes llegar a ser francamente insufrible. ¿Qué hice mal? ¿Qué más he de hacer?

– ¿Lo dices en serio? ¿Aún no has llegado a comprender, después de todo este tiempo, que siempre querré más? Más de ti. Más de mí. Más de esta estúpida vida, pero sobre todo y a ver si lo aprendes de una jodida vez, quiero más, mucho más de nosotros. De ti y de mí juntos.

Me miró con profundo desaliento en los ojos y yo, que a menudo la había visto exhausta, decepcionada a veces por mi torpeza, por la suya, cansada de nuestra historia en común, sentí que un miedo nunca antes conocido se apoderaba de mí. Mis músculos comenzaron a tensarse y temí caer. Mi cuerpo busco apoyo y como un resorte, cedió su peso al primer sillón que encontró en su camino.

Marta me había mostrado hasta entonces y sin el menor recato, cualquier arista del complejo perfil que la dibujaba. Ella se entregaba a bocajarro. Había en aquel darse al otro sin posible doblez ni recoveco, algo tan desinteresado y tan generoso que a veces, cuando me detenía a contemplarla como en ese momento, me provocaba un profundo rubor allá donde quiera que yo tenga escondida la conciencia. Y es que, ajeno siempre a su dolor, continuo siendo ese ser inconsistente y escurridizo que no se deja atrapar, sin llegar a precisar siquiera de modo consciente si existe en Marta la menor pretensión de hacerlo. En honor a la verdad y siendo honesto he de confesar que no. Nunca me he sentido amenazado.

Ella es una mujer serena y profunda, intensamente volcada con la vida y en nuestra relación y yo solo el eterno patán que no logra poner en orden su existencia. Un lustro tras otro de mi añoso recorrido me pierdo en buscar excusas. Huyendo in extremis cada vez que la vida me exige un compromiso, un sencillo atar cabos, no ya con los demás ni siquiera con ella, sino conmigo mismo. Sé bien que a mi reloj comienzan a faltarle horas y yo, como siempre, sigo jugando a esquivar cualquier tipo de responsabilidad en el asunto.

La miré lleno de dudas y pregunté por enésima como si ignorara su respuesta – ¿Pero qué quieres de mí?

– ¿Qué quiero de ti? ¿Y aún tienes el valor de  preguntarlo después de tanto tiempo?

Como siempre un pequeño enfrentamiento, una discrepancia -por mínima que sea- logra que se disparen en mi interior todas las alarmas. Cerré los párpados y dejé caer la cabeza entre mis manos dándome por vencido. La vi pasear inquieta de un lado al otro del salón esforzándose por ignorarme. Me atreví a levantar la vista pero ella no me vio, ni reparó en mi figura ahora hundida bajo el peso de la culpa.

Dije deprisa y sin pensarlo siquiera – Lo siento.

-¿Qué lo sientes? Me espetó girando de pronto su cuerpo y posando en mí unas pupilas grises que hoy parecían fundidas en acero.

– ¡Que sientes qué, maldita sea! ¿Qué puede sentir alguien cómo tú, solo pendiente de su propia sombra como si nadie más existiera? Te pido poco, muy poco. Te pido solo respeto.

Me dolió. Doy fe de que me quebré en ese instante. Me rompí en mil pedazos. Marta reinició su incesante taconeo por el salón mientras yo me iba sumiendo cada vez más en aquel humillante agujero que venía alimentando desde hacía mucho tiempo. Era mi refugio frente al miedo. Huir. Huir siempre de la verdad incómoda y mirar hacia otro lado como si al hacerlo las cosas pudieran cambiar de lugar encontrando una armonía ajena a mi voluntad. Trucar la mirada como si esa fuera siempre la solución a todos los problemas. Seguir adelante sin reflexionar el paso siguiente de la existencia, sin calibrar daños que no fueran propios.

Una enorme tensión se apoderó de mí cuello que note rígido y entumecido y aquel leve hormigueo que anticipaba el desastre comenzó a ascender por mi brazo derecho. La insatisfacción siempre elegía el mismo rincón de mi cuerpo y yo comencé a verlo todo en negro y sin matices. La habitación se ensombreció de pronto y supe que había llegado el temido momento.

-Mira Octavio lo cierto es que este pleito no nos rinde ganancias a ti ni a mí, dijo observándome de repente con una mirada serena y que tendía puentes. Sus palabras y aquel gesto que invitaba al diálogo y al sosiego marcaron un profundo viraje en mi interior. Mis latidos se acompasaron y el estúpido hormigueo cesó. La miré como un niño perdido y avergonzado.  Avergonzado de dejarlo siempre todo en sus manos, de perder el rumbo y asumir la existencia sin norte posible aún a sabiendas de que era ella quien marcaba mis latitudes.

-Te quiero. Lo sabes bien amor, dije para romper el maleficio y convocar una vez más una tregua, al menos una temporal  que me diera un respiro. Lo dije deprisa e intentando que mi voz sonara convencida de ello. Y lo estoy, podéis creerme que lo estoy. No dudo ni un segundo de mi amor por Marta pero algo me impide dar un paso al frente y avanzar.

– Lo sé Octavio, sé que me quieres profundamente, dijo ella saliendo del repentino mutismo tras el que parecía haber desaparecido en los últimos minutos. Lo sé, pero a veces ni siquiera eso es suficiente.

Sus palabras, pese al viso de ternura que logró imprimir en su voz, fueron un auténtico jarro de agua fría y retornó el bochornoso sonrojo a entonar su mea culpa, tal vez consciente del fin, pero yo no soy tan malo me dije a mi mismo. No lo soy. Es la puta verdad podéis creerme. Soy como tantos otros parco en detalles, quizás un poco egocéntrico, dependiente y esquivo a la vez, impulsivo, insensato… y loco. También soy un loco. Bien si, lo reconozco no soy un dechado de virtudes pero tampoco soy un ogro. Es cierto que tal vez no ponga a menudo atención a sus palabras. Es incluso probable que pase por alto los pequeños detalles, esas minucias solo importantes a ojos de mujer. Pequeñeces que no llevan a ningún lado. ¿Por qué han de dar tanta importancia las mujeres a las cosas absurdas? ¿Por qué se pierden en  matices en vez de ver la vida como nosotros a grandes rasgos para evitar problemas?

Justo en ese preciso instante me hice un favor y detuve en seco mi soliloquio interno. Toda aquella basura solo era más de lo mismo. La misma argumentación de siempre lastimera y vergonzante. La misma mediocridad e idéntico el miedo que me atenazaba.

Marta en el otro extremo del salón había vuelto a encerrarse en un silencio hosco. Miraba a la nada perdida en algún punto de la pared que tenía frente a sí, permitiendo que sus pupilas fingieran no saber que yo ocupaba un espacio en su trayectoria al vacío. Lo supe. Supe que había algo más que un esfuerzo decidido por no reparar en mí. Supe que en aquella pérdida, en la distancia firmemente delimitada, pese a estar sentados en la misma habitación, ella se debatía entre abandonar el barco o reiniciar navegación. Esperé con ansiedad el resultado de la contienda, pero se hizo esperar. No le quité ojo de encima mientras seguía allí cual esfinge ignorando que la vida continuaba aconteciendo.

Fue después de un tiempo casi eterno cuando reparó en mí. Como si regresará algo confusa de un largo viaje me miró descuidada y con poco interés, sonrió levemente y dijo con voz dulce -Tengo mucho en qué pensar. Tienes tallarines en la nevera, solo tienes que calentarlos. No me esperes despierto.

Se levantó de la silla que ocupaba, caminó hasta el gabanero y tomó una prenda ligera. Colgó de su hombro derecho su bolso preferido, se aseguró con desacostumbrada rapidez de que su interior albergaba  las llaves y sin volver la vista atrás cerró con suavidad la puerta. Eso fue hace ya varias horas y yo sigo aquí con los ojos abiertos, hundido en este sillón sin atreverme a hacer el menor movimiento que me impida saber que ella al fin está de vuelta.