En 1960, cuando llegué a Ciudad Trujillo en mi primer destino oficial desde Ottawa, el escenario diplomático era inusual. Del hemisferio occidental, solo Canadá tenía una embajada. Según recuerdo, había nueve embajadas del resto del mundo: Francia, Alemania, Israel, la Santa Sede, Japón, España, Taiwán y el Reino Unido. Estados Unidos y México estaban representados por oficinas consulares. La causa de esta situación anómala fue, por supuesto, el propio Trujillo. Los Estados miembros de la Organización de los Estados Americanos habían roto relaciones diplomáticas con la República Dominicana luego del intento de asesinato de Rómulo Betancourt, entonces presidente de Venezuela, líder democrático y crítico abierto de la brutalidad de Trujillo. Trujillo y su policía secreta (Servicio de Inteligencia Militar o SIM) estuvieron implicados en el complot.

La escasez de embajadores que le rindieran homenaje en ocasiones especiales puede explicar por qué Trujillo invitó a todos los diplomáticos, no solo a los embajadores, al Palacio Nacional para la celebración del Año Nuevo de 1961. Esta fue claramente la única razón por la que, como diplomático subalterno con cinco semanas de antigüedad en el país, me pidieron que me uniera a la fila para saludar personalmente a “el Jefe”. En un gesto inútil para convencer al mundo exterior de que ya no gobernaba el país, Trujillo había nombrado Presidente a Joaquín Balaguer, un asistente y académico relativamente intachable y, de hecho, Balaguer estaba presente, saludando a diplomáticos y ciudadanos selectos –pero siguiendo a Trujillo.

Joaquín Balaguer, joven.

De regreso en la embajada, pronto me di cuenta de que no podía enviar informes objetivos al Ministerio de Relaciones Exteriores en Ottawa sobre la cultura política del país. No por falta de material. Si tuviera que informar apegado a los hechos, mis superiores pensarían que mi cerebro se había asado al sol o que me había tomado con demasiado entusiasmo el (realmente muy bueno) ron local.
Un ejemplo de este problema estaba relacionado con mi trabajo, porque varios canadienses se vieron afectados. Fue la crisis de los honores.
Sobre Trujillo se amontonaron honores, tanto viejos como nuevos. Había adquirido casi todos los títulos espléndidos y aduladores que podían exprimirse del país. Fue por ley Benefactor de la Patria, Padre de la Patria Nueva, Generalísimo… . Hagiógrafos bien pagados proyectaron su imagen heroica en volúmenes ilustrados que se distribuían en los Estados Unidos y en todos los rincones del mundo ibérico.
Sólo se le escapaba un honor nacional: Benefactor de la Iglesia. Las inesperadas dificultades para obtener este título lo hicieron aún más codiciado. La Iglesia tenía protocolos para este tipo de cosas. Todos los obispos del país tenían que estar de acuerdo antes de que se pudiera conferir el honor. La mayoría se alineó, pero dos se resistieron. Thomas Reilly, norteamericano, obispo de San Juan de la Maguana, y Francisco Panal, español, obispo de La Vega, resolvieron que no podían hacerse cómplices de esa obscenidad.
Al percibir a los obispos recalcitrantes como una amenaza, tanto para su ego como para su autoridad, Trujillo le dio carta blanca a Johnny Abbes, jefe del SIM, para intimidarlos y someterlos. Se llevaron prostitutas a que bailaran en la catedral de La Vega. La residencia de Reilly fue incendiada en San Juan de la Maguana, y este se refugió en un convento en Ciudad Trujillo.
La campaña contra los obispos se convirtió en una gran farsa. Radio Caribe, vocero del SIM, anunció que se otorgaría un premio a la mejor prosa o poema de treinta y cinco palabras o menos que plasmara con éxito el “carácter traidor e inmoral” de los dos obispos. (Aquí tengo que confesar que, como un ejercicio de irreverencia de humor negro, varios de mis amigos y yo recitamos quintillas compuestas apresuradamente y discretamente entre nosotros).
Los párrocos y las monjas también estuvieron bajo la vigilancia de la policía secreta y de espías dentro de sus congregaciones. Prácticamente la treintena de sacerdotes y monjas canadienses del país no demostraron suficiente entusiasmo por la beatificación del dictador. En este escenario peligroso, el Padre O’Connor, de la Orden Scarboro, cometió un crimen capital. Para horror de sus feligreses, que comprendieron los riesgos, O’Connor condenó al Generalísimo por su blasfema presunción. Un paso por delante del SIM y con un riesgo considerable para ellos mismos, dos sacerdotes de la Orden Scarboro lo introdujeron a empujones en un automóvil, lo llevaron rápidamente al aeropuerto, le dieron un nombre falso y lo colocaron en un vuelo de Pan American.
Muchos miembros de órdenes religiosas recibieron amenazas. Casi todos se enteraron de su supuesta apostasía, al igual que miles de ciudadanos dentro del alcance de su escucha, por Radio Caribe, la misma estación de radio operada por la policía secreta que recitaba jingles difamatorios sobre los dos obispos. Una noticia típica informaría que un convento de monjas “había olvidado informar a sus estudiantes sobre las extraordinarias contribuciones del Benefactor al desarrollo educativo”; o se cree que el Padre X “ha dedicado los ingresos de su cesta de colecta al comercio minorista de licores” o, más picante, “los feligreses de Baní se sorprenderán al saber que el Padre Y fue visto anoche saliendo a escondidas por la puerta trasera del burdel de Doña Rosa”.
Cuando esto les sucedía a los canadienses, yo tomaba el maltratado Chevrolet oficial, conducía hasta la parroquia en cuestión, colocaba una pequeña bandera canadiense en el estandarte del guardalodos y daba vueltas hasta que estaba seguro de que el SIM había registrado mi presencia. No muy efectivo, pero no había mucho más que pudiera hacer. Una queja oficial sería ignorada y, de todos modos, no podía estar seguro de que mi jefe, a quien le gustaba Trujillo, lo aprobaría. En cualquier caso, se trataba de un deber agradable. Conocí a la mayoría de los sacerdotes y monjas canadienses, y a menudo me sentaba en sus terrazas, meciéndome con ellos en el aire cálido de la noche, bebiendo ron o café. Algunos siguen siendo mis amigos hasta el día de hoy.
Años después, cuando regresé al país como embajador no residente y como moderador de la OEA en la crisis electoral de 1994, hubo muchas oportunidades de diálogo con el Presidente Balaguer. En una de estas ocasiones le pregunté si una historia en la que estaba involucrado era real. En el caos que siguió al asesinato de Trujillo, incluidos los actos de venganza del hijo de Trujillo, Ramfis, y otros miembros de la familia, el obispo Reilly escapó del SIM y encontró refugio en un convento en Santo Domingo. Le pregunté si era cierto que había utilizado la autoridad limitada que conservaba para evitar que el SIM irrumpiera en el convento, se apoderara del obispo y lo matara. No siempre se sentía cómodo con las preguntas, pero esta era una que estaba feliz de responder. Sí, había hablado en voz baja con algunas personas clave: no quedó claro si dentro o fuera del SIM. Sin embargo, el plan de irrumpir en el convento por la fuerza fue anulado, y Reilly se salvó. Se desconocen los motivos de Balaguer. Supuse que su decisión fue, al menos en parte, humanitaria, pero también pragmática. En un momento de vacío y de incertidumbre, algunos puntos con el gobierno estadounidense (y la Iglesia) no le vendrían mal.

John Graham