Parecería arbitraria la relación entre las palabras y las cosas que ellas nombran, pero no lo es. ¡Es imprescindible! De no existir, Podría uno levantarse un día y llamarle “carro” a lo que todo el mundo conoce como “sofá”, impidiendo la comprensión de lo que intenta decir.  Sin el conocimiento general del significado de las palabras, comunicarnos sería un auténtico caos. Incluso cuando las usamos correctamente, el contexto en el que utilizamos las palabras podría decir de nosotros mucho más que aquello que creemos estar expresando puesto que no solo sale a la luz aquello que pensamos estar diciendo, sino también lo que habita nuestra mente y nuestro corazón de manera inconsciente.

De algún modo, la realidad solo se puede entender a través de las palabras, por eso es tan importante escogerlas bien. Permítanme explicarlo con un caso muy propio de este mes de octubre que casi termina, en el que se recuerda la necesaria prevención del cáncer de mama. Al llamarle “batalla” a lo que es una “enfermedad”, inconscientemente se hace responsable al enfermo de no luchar lo suficiente —“como un guerrero”— cuando no se cura, mientras se le quita peso a los necesarios esfuerzos por mejorar las condiciones de acceso a la salud para que los pacientes se recuperen.

Es que constantemente elegimos mal las palabras que usamos y terminamos causando tristeza o sentido de culpabilidad incluso a quienes amamos. La enfermedad y la pobreza son algunas de esas circunstancias en las que el silencio resulta un mejor camino si las palabras no conducen a mejorar la condición de los demás o si se expresan en circunstancias inapropiadas.

De hecho, se consideran trastornos neurológicos o lingüísticos aquellos que pueden afectar la comprensión del significado de las palabras o la relación entre palabras y conceptos. Hay, por ejemplo, un síndrome de disociación semántica en el que los pacientes presentan dificultades para asociar las palabras con su significado o con el contexto adecuado, lo que afecta tanto el lenguaje oral como la comprensión de textos escritos.

Entonces, también es importante reconocer cuál es el contexto adecuado para usar las palabras que elegimos. Mencionar, por ejemplo, que el pago de impuestos es algo así como el pago de las cuotas de mantenimiento en las torres de apartamentos de la ciudad, parece indicar cierta dificultad para mostrar empatía con las poblaciones más pobres del país, precisamente en circunstancias que requieren que nos coloquemos en la perspectiva de los sectores más desfavorecidos.

Cuidar la manera en que usamos las palabras es importante porque con aquellas que elegimos estamos formando el corazón de quienes nos escuchan. Mientras se discutía la llamada “Ley de modernización fiscal” (otra elección de palabras que habría que analizar), muchas personas intentaron explicar el impacto de dicha reforma en la clase media. Se mencionaron los subsidios, el bajo cobro de la electricidad e incluso el acceso a la salud y la educación públicas como ventajas de las que gozan las personas de menores ingresos respecto de la clase media.  Muchas de las personas que hablaron sobre el tema —periodistas y comunicadores, grupos de chat, X-Twitter, columnistas de periódicos, empresarios…— parecían sugerir que, de aprobarse esa propuesta de ley, sería más conveniente vivir en Los Guandules que en El Millón, por decir algo.

No siempre se percibe, pero hay un cierto modo de hablar que va grabando en nuestro subconsciente la idea de que las personas más vulnerables no necesitan de la solidaridad de los demás, ya sea porque reciben del Estado lo necesario para “superarse” si trabajan lo suficiente o porque son merecedores de su situación considerando sus talentos o sus esfuerzos.

Durante casi 20 años, en el Servicio de Voluntariado Ignaciano de República Dominicana (SERVIR-D) nos hemos esforzado por erradicar esa creencia a través de los ciclos de formación de voluntarios, en particular en tres de los módulos que se imparten: “análisis de la realidad”, “cultura de la pobreza” y “justicia social y bien común”, y con una que otra visita para compartir y conversar con poblaciones vulnerables. Procuramos con ello que los más pobres dejen de ser “los imaginados” de la historia que Jorge Cela SJ narra en su libro “La otra cara de la pobreza” (P.95, Editorial Bono, 2020). Una señora, nos dice, confundía esa palabra con “marginados” para referirse al grupo de personas al que ella pertenecía.  Ciertamente, se trata muchas veces (y las discusiones sostenidas durante las vistas públicas en el Congreso así lo comprobaron), de vidas que imaginamos, personas de las que apenas tenemos una vaga idea y que juzgamos a partir de nuestras experiencias vitales o desde nuestra posición privilegiada; personas de las cuales sabemos muy poco porque las hacemos visibles solo para culparlas de los males de la sociedad o para utilizarlas como mano de obra desechable o como instrumentos de política clientelista.

Vivir decentemente después de trabajar 8 horas diarias para llegar a casa pasando trabajo y profiriendo maldiciones en medio de un tránsito caótico no tendría que seguir siendo asunto de los “héroes” de la clase media, pero tampoco debería ser un imposible para los más pobres, a quienes les pedimos, además, que se queden tranquilos y “conformes” con su pobreza mientras contemplan (sin envidia, por supuesto) los excesos de la clase más adinerada del país, de los políticos y de aquellos que, sin tener los recursos económicos de los anteriores, intentan vivir como si los tuvieran.

Y vuelvo al tema del uso de las palabras, esta vez para referirme a la palabra héroe. La Real Academia Española, en una de sus acepciones, la define como “la persona que realiza una acción muy abnegada en beneficio de una causa noble”. ¿Existe acaso una causa más noble o que reclame la necesidad de más héroes que construir un país que sea más justo, fraterno y solidario, en el cual al racismo no se le llame patriotismo, ni al odio nacionalismo?