La masacre en Sabaneta

En la apacible común de Sabaneta la horda de criminales también masacró a cientos de haitianos con largos años radicados allí. El agricultor Adriano Rodríguez (1902-2007), nativo de la sección de Mata del Jobo, quien en el momento de la matanza tenía 35 años, refiere que al enterarse de la masacre alertó a los haitianos que laboraban en su finca como jornaleros, pero uno de ellos le restó importancia al consejo alegando poseer pasaporte y al siguiente día lo encontraron muerto.

Según el testimonio de don Adriano, que en la época se desempeñaba como segundo alcalde, junto a muchos otros hombres que ejercían este mismo oficio, fueron obligados por los guardias a trasladarse a la frontera a participar en la masacre, y aun cuando involucrarse en el hecho le provocaba repugnancia, debieron hacerlo para evitar ser asesinados. El grupo conocía muy bien la frontera pues viajaba con regularidad para vender diversos bienes (andullos, árganas, macutos, serones, gallos de pelea, etc.) en las Ferias fronterizas. La interacción con los haitianos les permitió incluso aprender el créole. (Entrevista con Adriano Rodríguez, 2 de enero de 1995).

En la ciudad de Sabaneta muy pocos haitianos lograron escaparse de la matanza. Uno de ellos fue el comerciante de origen haitiano Rolando Beltrand quien encontró un refugio seguro y posteriormente viajar a Santiago de los Caballeros a bordo de un carro propiedad de la Casa Comercial Tavares Sucesores, para lo cual contó con la protección del sacerdote Luis Fernández Ormachea.

Luego de permanecer varios días escondido, Beltrand se trasladó a Cabo Haitiano en una caravana de guaguas propiedad del Gobierno haitiano. El comerciante era ampliamente conocido en la región y hasta Trujillo le preguntó a un diputado de apellido Hidalgo sobre su paradero. El genocida sargento del Ejército, Pío Villalona, su compadre, trató de liquidarlo y para tal propósito recurrió a la canallesca idea de remitirle una carta a Cabo Haitiano con la falsa noticia de que su hijo Rolandito se hallaba gravemente enfermo, para obligarlo a retornar y de este modo asesinarlo, pero Beltrand se percató a tiempo de la martingala y no atendió al llamado de su asesino compadre.

Los detalles de este particular caso se conocen porque durante el período de la matanza de haitianos el entonces secretario de Educación, licenciado Víctor Garrido Puello, les solicitó a todos los funcionarios de educación residentes en la frontera que le enviaran reportes sobre la misma. Y correspondiendo a tal solicitud, el señor Andrés Nicolás Sosa, en una de las cartas que le envió el 2 de diciembre de 1937, le informaba sobre lo acontecido en la ciudad de Sabaneta. Además de que los servicios de inteligencia de la dictadura incautaron todas las correspondencias que Beltrand remitía regularmente a su esposa Francisca Reyes, quien permaneció al frente del negocio en Sabaneta en el que vendía artículos de uso cotidiano.

El informante Sosa ponderaba como ”criticable“ la indiscreción con que se hablaba en toda la frontera de los ”más nimios detalles“ de la matanza, así como el hecho de que muchas personas conservaran en sus casas muchachos haitianos de ambos sexos por haberlos criados o tenerles cariño pues entendía que estos nunca abandonarían su condición de “haitianos” y con el tiempo se convertirían en peligrosos enemigos, actitud evidentemente racista. Daba cuenta además de la disminución sustancial del comercio debido a que los comerciantes se abstenían de hacer pedidos hasta que no se normalizara la situación en la frontera.

En la comunidad de Los Almácigos, al oeste de Sabaneta, los dos primeros cadáveres aparecieron en Bohío Viejo y los encontró un señor conocido como Tiberio quien, al ignorar de qué se trataba, dio parte a las autoridades locales, pero estas lo obligaron a sepultar los cuerpos en el mismo lugar. En la sección El Dajao, un haitiano conocido como Siné logró salvar su vida pues se encontraba en una Junta y cuando retornó encontró a toda su familia asesinada. (Eudaldo Hiciano, Cronología de un pueblo, 1998). En la sección El Fundo, el haitiano Clime Jean declaró que el lunes 28 de septiembre de 1937 salió de su casa bien temprano, y al retornar a su casa en horas de la tarde, desde un pequeño promontorio oteó la presencia de un grupo de hombres armados acompañados del práctico Antonio Pedro Román, nativo de El Pino. Luego de transcurridas unas tres horas, decidió aproximarse a la vivienda y describió el siguiente cuadro de horror con que se encontró:

“A unos doscientos metros de la casa encontré tirados por el suelo, unos cadáveres de mi familia, conté unos dieciocho. Mi esposa de 40 años, mi suegro de 80 años, mi suegra de 80 años, mis hijas de 18 y 14 años, mi hija de 4 años, mi sobrino de 35 años (con 6 hijos); dos primas de 40 años y mi nuera con dos infantes. De mi familia solo queda mi hijo, quien escapó de la masacre porque pudo huir, y yo mismo, pues, por suerte, me encontraba ausente. Mi hijo se encuentra en un estado tal de depresión que corre el riesgo de perder la razón, ya que presenció, impotente, esta matanza sin poder socorrer a los suyos. (B. Vega, Trujillo y Haití (1930-1937), vol. I, p. 349).

La funesta cuadrilla de asesinos, presidida por el sargento Pío Villalona, embistió con furia a la numerosa población de haitianos y domínico-haitianos residentes en la entonces sección de Manuel Bueno, ubicada al oeste de Los Almácigos, y perteneciente a la común de Dajabón. Allí el alcalde Juanico Cabrera y otros civiles colaboraron con el grupo de matones para asesinar la población de piel negra.

La gran masacre de Dajabón

La entonces común de Dajabón y sus contornos fue el escenario fundamental de la masacre de haitianos y domínico-haitianos. En los años que precedieron a la misma, Trujillo emprendió numerosas acciones, las más relevantes de las cuales fueron la construcción del edificio del Ayuntamiento y de la iglesia, asignada a los misioneros de la Compañía de Jesús por el Arzobispado de Santo Domingo, el 11 de febrero de 1937, cuya labor debía concentrarse en la predicación del evangelio y la enseñanza de la doctrina cristiana a fin de neutralizar la supuesta influencia del vudú en la población fronteriza.

La inauguración de ambas obras, el 8 de agosto de 1937, fue convertida por la dictadura en un acto reeleccionista, y en cierto modo preludiaba la terrible hecatombe de septiembre y octubre de 1937. Para el historiador José Luis Sáez, S.J. no era posible saber hasta qué punto la Iglesia dominicana había logrado advertir los motivos reales de estas pomposas inauguraciones. Tampoco sospecharon los cinco sacerdotes jesuitas de la Misión el trasfondo político subyacente en el gran “despliegue propagandístico que acompañó a la bendición de la nueva iglesia parroquial”. Solo el padre Felipe Gallego se sintió intrigado por todos estos movimientos encabezados por Trujillo.

Asimismo, el despliegue de actividades despertó suspicacia entre los sacerdotes jesuitas de Ouanaminthe y Cabo haitiano, presentes en la inauguración del templo, principalmente cuando monseñor Ricardo Pittini, al pronunciar las palabras de gratitud, expresó a los haitianos presentes “que debían dar gracias al presidente Trujillo porque les permitía vivir en suelo dominicano, en donde tenían pan y sol“. (Sáez, Los jesuitas en la República Dominicana, vol. II, 1988).

Las intuiciones del padre Gallego se concretaron con las horrorosas matanzas ocurridas en los días finales de septiembre y a principio de octubre de este año. Las actividades comenzaron al sur de la común de Dajabón con la persecución y acoso a los indocumentados, no a los depredadores o ladrones de ganado, aunque en principio se registraron víctimas. A partir de aquí empezaron a hacerse realidad los peores augurios. En la crispada atmósfera fronteriza, los militares arreciaron el cumplimiento de la orden de salida del país de los extranjeros, que en realidad eran personas con larga residencia en el país. Algunos agentes del Gobierno delataban como haitianos a todas las personas negras que no hablaban el castellano ya que el color negro de la piel se convirtió para genocidas en el único criterio para matar.

En estos frenéticos días el terror se instaló en cada una de las viviendas de la ciudad al ser estas requisadas con saña por los guardias en búsqueda de haitianos. Vislumbrando el peligro que corrían sus vidas, pues en la frontera circulaba profusamente la información de que los vecinos de Haití estaban robando ganado a los dominicanos, las familias haitianas y domínico-haitianas más informadas, presas de pavor, comenzaron a emigrar y acampaban en territorio haitiano, a la orilla del río Libón, debido a que no tenían ningún pariente ni conocían a nadie en ese país.

La carnicería la ejecutaron en Dajabón el general Fausto Caamaño, el capitán David Carrasco, apodado el Capitán Ventarrón, quien se desempeñaba como jefe local del Ejército en el momento del genocidio, ex jefes militares, el sargento Pío Villalona, el maeño Chicho Ventura, conocidos caudillos, presidiarios de confianza y un amplio séquito de verdugos y despiadados criminales, quienes empezaron a eliminar a una indefensa y pacífica población de haitianos y domínico-haitianos asentados en toda la común.

En su libro Migración y Relaciones internacionales (Santo Domingo, 1987) la historiadora haitiana Suzy Castor, basándose en testimonios orales, sostiene que también participaron en la matanza “algunos terratenientes de la región tales como Domingo Rodríguez, Antonio de la Maza y Antonio González cuyas fincas se convirtieron en cementerios para miles de campesinos haitianos”. La señora Castor yerra pues el coronel Antonio de la Maza (1912-1961) no participó en el genocidio debido a que en ese momento formaba parte del Cuerpo de Ayudantes Militares de Trujillo.

En muy corto tiempo la común de Dajabón se convirtió en un auténtico campo de exterminio. Realmente espeluzna, por ejemplo, lo acontecido en la sabana de Don Miguel donde fueron concentrados una extraordinaria cantidad de haitianos que liquidaban directamente o los conducían a lugares contiguos para quitarles la vida. “Había tantos, dice un testigo de la época, que los dominicanos que auxiliaban a los miembros del Ejército tuvieron portar garabatos grandes y largos, para ir aizando los mueitos pa daile candela”. (Entrevista a Juanico Cabrera, Listín Diario el 16 de mayo de 1999).

El genocidio alcanzó niveles extraordinarios en la común de Restauración, creada en 1892 por el presidente Ulises Heureaux, ubicada al sureste de Dajabón, pues allí se había radicado desde finales del siglo XIX una gran población de haitianos y domínico-haitianos. El censo de 1919 realizado en la provincia de Montecristi registró en dicha común una población total de 6,097 habitantes de los cuales 4,661 eran haitianos (76%), aunque en este último grupo fueron incluidos dominicanos de ascendencia haitiana. Comprendía las secciones de Guayajayuco, El Carrinzal, Rabinzal, Tirolí (hoy Villa Anacaona), Los Cerezos, Cruz de Cabrera, La Rosa, Baúl y Neyta. En 1907 José Ramón López se refirió a la existencia en la zona de bosques tropicales en los cuales predominaban árboles frutales como mangos, aguacates, naranjos, guayabas y cafetales silvestres y que los haitianos arrendaban centenares de miles de tareas de tierras del Estado y al cercarlas disponían de “un cafetal de granos iguales a los más celebrados del mundo”. La común poseía abundante agua, aún en los períodos de sequía, lo cual permitía el crecimiento de los pastos, el arroz, la habichuela, el tabaco y el cacao, cuyas plantas eran robustas y el “grano excelente”. (Más escritos dispersos, t. I, 2011).

Pues bien. Por concentrar extraordinarios recursos naturales y la mayor población de haitianos y dominicanos étnicos que habitaban en rústicas viviendas, Restauración fue el epicentro del genocidio y donde aconteció una auténtica y catástrofe. La cuadrilla de asesinos asoló la común, la gente huyó despavorida hacia otros lugares o cruzaron la frontera a través de los cientos de los trillos que conducían hacia Haití. Por la accidentada topografía del terreno, los perpetradores se valieron de dominicanos conocedores del terreno o “prácticos” para localizar a las víctimas, como Bienvenido Gil, y poder acceder de este modo a lugares remotos de la parte alta de la Cordillera Central y los alrededores de la cúspide montañosa conocida como Nalga de Maco, donde solo se podía llegar en bestias de gran fortaleza física como los mulos.

Aunque muchos haitianos, principalmente las mujeres y los niños, abandonaron horrorizados el área desde que se enteraron de la presencia de los asesinos, como ya hemos indicado, otros permanecieron aferrados a sus propiedades y se convirtieron en presas fáciles de los matones, al igual que muchos incapaces de movilizarse con rapidez como ancianos. A todo lo largo de la frontera norte los haitianos hicieron rutas de escape y cada vez que los guardias las descubrían se trasladaban a otra. De acuerdo con un reporte de la aduana de Ouanaminthe, bajo el control de los norteamericanos, un total de 1,041 haitianos y domínico-haitianos adultos habían atravesado la frontera hacia Haití y que desde esa fecha hasta el día 18 lo habían hecho un total de 70, más 600 niños; en tanto 400 adultos lo hicieron por Capotillo.

La limpieza étnica aniquiló la población haitiana y domínico haitiana en Dajabón, como queda evidenciado en una carta, del 6 de enero de 1938, dirigida por el atemorizado cónsul haitiano en esa ciudad, Ramsi Routier, a su hijo Yves Routier, en la cual le aconsejaba no viajar por Dajabón ya que no tendrían suficientes garantías para llegar hasta allí, pues “no hay un solo haitiano aquí y no sé porque ustedes todos están en Ciudad Trujillo, qué es lo que esperan para entrar a sus casas, eso serán cuenta de ustedes si alguna desgracia le sucede”. La carta la interceptó el capitán David Carrasco en la oficina de Correos y Telégrafos y se la remitió al teniente coronel Manuel E. Castillo. (Archivo General de la Nación, Fondo Ejército Nacional).