“Estábamos envueltos en algodón, en musgo, en niebla, en el mar, en el sabor de una distancia que ha de aniquilarse”. Anaïs Nin

Aquella historia tan peculiar había nacido con tiento y de a poquito, como incierto picotear de pajarillo recién nacido. Paso a paso fue tejiendo su propio devenir.    Ellos. ambos dos al unísono, se fueron acercando en periodos de urgencias compartidas y entretiempos de sereno desapego en los que se concebían lejanos y al mismo tiempo unidos sin poderlo evitar. Separados y a la vez juntos de modo irremediable; sabiéndose él, y también ella, arraigados con firmeza en el otro, en ese lugar preciso donde se fabrican los anhelos o tal vez apenas un palmo por debajo, un poco más al sur, allí donde late el corazón.  La vida mientras tanto seguía adelante avanzando al trantrán, mientras ellos lo hacían al suyo con un solo propósito: esperarse para siempre.

Atesoraban entre las manos innumerables coincidencias. Gustaban de cosas similares y aún a pesar de ello, en muchos otros aspectos se contemplaban tan opuestos que apenas lograban albergar resquicio alguno a la esperanza de que todo aquello pudiera salir bien. Solían compartir a menudo inagotables charlas y con frecuencia se entretenían en intercambiar dichas y sueños por alcanzar en años venideros. Lo hacían a su manera y con estilo propio disfrutando como niños de las pequeñas cosas cuál si de grandiosas hazañas se trataran, con la emoción del pertinaz coleccionista que obtiene la última estampilla que completa su álbum.   Adoraban, sobre todo al principio, entretenerse en naderías sin más propósito que disfrutar de descubrirse, de mirarse y sentirse cerca, de deleitarse en requiebros y quimeras. Jugaban, de tanto en tanto, a inventar mohínes y rabietas, por el gusto de recomponer enfados y suavizar con almíbar las airadas palabras que cruzaban, más que nada por quebrar ese exceso de armonía que a veces se les trepaba a los ojos. Lo hacían por puro apetito, por divertirse y amigarse de nuevo tan ufanos, crecidos en su afán de vencer hostilidades y no quedar jamás trabados en absurdas cuestiones sin sentido.

Y así fueron pasando los años, acompasando en singular cadencia mutuos hallazgos, construyendo treguas y armisticios, hogar en la distancia y reposo que les concediera respiros y les permitiera seguir adelante. Limaron desde siempre y con cuidado desacuerdos y asperezas, los envolvieron en papel de seda y en solemne ceremonia los olvidaban a la par en algún rincón de la memoria. Su empresa era tenaz y tenaz igualmente la voluntad de cimentar, cada día un poco más, la mutua necesidad de mantenerse unidos. Rieron mucho, leyeron muchas páginas a la par, vivieron con intensidad descubriendo conceptos previamente ignorados; hicieron de la fantasía castillo y defensa leal frente a un mundo que no daba un penique por su historia.  Y ellos, enarbolando bandera blanca conciliadora, resistieron embates, los malos augurios, las dudas sembradas por pájaros de mal agüero empeñados en hacer germinar la discordia en su interior. Resistieron arrogantes y contra toda lógica periodos de inercia y de tedio. Mordieron y con saña los pies de la rutina, esa fastidiosa molicie que abre espacio e instala trono entre las parejas que se creen a salvo de los estragos que el tiempo asienta en medio del amor. Todo eso sucedió como les cuento hasta el día en que comenzó a gestarse el tsunami.

¡Quién sabe cómo sucedió! Pudo ser un detalle sutil, una decepción fugaz y no borrada a tiempo fruto de alguna efímera disputa de esas que, de tanto en tanto, agitaban sus aguas. Fue quizás el sinsabor por la demora en encontrarse o el rigor mortis que se instala rencoroso y sin remedio en dos cuerpos que aún se desconocen. Fue, o bien pudiera haber sido, la falta de tactos y de besos; la piel impaciente o el infausto destino, más lo cierto es que fue calando insidiosa una idea letal que habría de traer el ocaso a sus vidas. Y se les coló por adentro la rabia, y el miedo y el rencor labraron profundos surcos. El reproche asentó sus reales en el centro mismo de la plaza y se adueñaron de sus bocas ásperas palabras teñidas del amargo color de la hiel. Se partieron, el uno al otro, el alma y la vida misma y ya nada volvió a ser igual. La magia se les hizo esquiva y las ganas, poco a poco, fueron dando paso al desaliento. La sensación de fracaso acabó por dinamitar los últimos intentos por hacerse de nuevo manantial y remanso de agua fresca y clara. Un dolor lacerante invadió sus pechos y en las madrugadas ambos se evocaban juntos, náufragos de la nostalgia. Incapaces cada noche de conciliar el sueño acabaron por elevar altas torres de defensa y nunca más volvieron a preguntarse, o al menos no lo hicieron en voz alta, qué sería del otro. Con el tiempo la muerte les habría de reunir con apenas unos días de diferencia. Cuentan que ambos, sin saberlo, exhalaron un suspiro final recitando como en letanía y aun con mal contenida rabia: …en niebla, en el mar, en el sabor de una distancia que ha de aniquilarse.