«Hay cierta gente, incluso en las más altas jerarquías, que hablan sobre la moral para todos y tienen para ellos una ética diferente, es decir, algo que convenga a sus fines egoístas. Eso no puede ser». Mijail Gorbachov-.

Me interesé por la política en tiempos donde debatir ideas sobre la conducción del Estado era la norma indiscutida de todo aquel que osara trasvasar las fronteras de la simpatía a la militancia. La teoría del poder  tenía como sello, un dogma forjador de hombres probos, de principios inquebrantables y lealtades incuestionables, capaces de morir, antes que sucumbir a las tentaciones naturales del Presupuesto de la Nación. La participación en esa importante actividad era un ejercicio de familia, amigos y generaciones. Daba notoriedad y distinguía a quien la practicaba como persona firme y comprometida con el entorno al que circunscribía y a las personas que lo habitaban.

Observé con detenimiento la estructuración de una lucha campal dirigida desde las tribunas ideológicas, fruto de la contradicción conceptual y la disidencia argumentativa. La ciencia que unifica las demás disciplinas en busca de lograr el estado de bienestar, estaba pensada y diseñada para corregir desde el poder errores del presente y evitar a toda costa los vicios del pasado. Unificó sentimientos, estimuló razones y se fortaleció con emociones, lo que permitió el involucramiento de una juventud llena de sueños, aspiraciones y decepciones.

Comunistas, socialistas, conservadores y centristas representados en los caudillos legendarios, esos dotados de poderes hegemónicos a lo interno de sus estructuras, que afortunadamente, no conocieron el transfuguismo, se arroparon con ejemplos de líderes carismáticos, dogmáticos, autoritarios y altruistas para soportar la amargura de la oposición. Esa era la composición de un conjunto de ideas heredadas de un ejercicio público de siglos pasados y vividas a pulmón por los actores de esa época donde los colores eran tan diversos como la fundamentación de tesis que esgrimía el político a partir del conocimiento epistemológico o empírico sobre el quehacer partidario.

Grupos de profesionales, técnicos, estudiantes, comunitarios, deportistas, amas de casas, agricultores, transportistas, trabajadores de todo tipo, de vocación y visión gregarias, asistidos y entrenados por las instituciones llamadas a asumir el mando de la nación en cumplimiento de la norma, escribieron historias con sangre, fuego y sudor. Más que una lucha por el poder, había una expresión genuina de la democracia a través de la expresión popular y la exigencia reivindicativa de los servicios públicos a favor de los desposeídos.

Existía, a pesar de las carencias propias de una sociedad en vías de desarrollo, respeto y fidelidad al partido, al liderazgo y a los principios impuestos desde la jerarquía institucional, provista de normas éticas y morales, aplicadas y aplicables a todo miembro sin excepción, ejecutadas con rigor estatutario en beneficio del orden y la disciplina. ¡Qué tiempos aquellos en los que la consigna representaba una idea y está a su vez, a gente comprometida con el desarrollo de sus ideales e iguales!

Ya nada es igual. El individualismo y el –dame lo mío– permearon hasta los estratos más altos de los partidos, reforzando la garrocha con la que dirigentes notables, que, sin el más mínimo pudor, abandonan, por beneficios particulares, sus principios y creencias, saltando como campeones de un lado para otro sin el menor de los remordimientos. Justificando lo injustificable y promoviendo desde su posición, la deslealtad como mecanismo de supervivencia política y fórmula idónea para no apartarse del dulce sabor de la nómina pública.