No, no volví. Lo cierto es que no soy tan fuerte, lo confieso, no os voy a mentir. Deseé hacerlo a lo largo de toda la noche. Anhelé regresar a lugar seguro, pero algo logró detener mi afán y seguí adelante. No fue un acto heroico, para qué engañarme, ni siquiera que una fuerza desconocida hasta entonces naciera en mi interior. Supongo que fue más bien el temor a quedarme para siempre anclada a la rutina. Así pues seguí caminando, rumiando la rabia, el desconcierto y toda aquella pena honda que se había apoderado de mí hasta dejarme sin aliento. Deambulé sin descanso durante horas. La ciudad se me antojaba adormilada y taciturna. Sentí que en cierto modo me comprendía. Tal vez os parezca una locura, pero algo hubo de ternura en su silencio, en las luces tenues, en la mirada cómplice de las pocas personas con las que crucé mis pasos.

Sentí muy breve mi tiempo en aquellas calles, apenas un suspiro a pesar de las muchas horas que invertí en el recorrido. Al final me rindió el cansancio. El dolor de piernas se me hizo insoportable y mis pies comenzaron a extrañar los zapatos nuevos que de modo inoportuno calzaban aquella noche. Les sucede como a mí. A mí también me rozan a veces las personas los talones. Siempre, desde niña, me costó ajustar mi ritmo al de los demás. Me reconozco huraña, aunque renuncié hace ya décadas a tratar de entenderlo. Ya no me interesan las razones.

Me obligué, pese a la herida de mi pie derecho, a seguir caminando. Fue el mío un deambular sin rumbo y sin norte alguno. Tal vez, ahora que lo pienso, estuviera girando y girando mi existencia en torno a una misma manzana. No lo comprobé ni lo recuerdo siquiera. De vez en cuando me detenía y palpaba el fondo de mi bolso. Mera rutina. Quería comprobar que la llave seguía en su interior. Y allí estaba efectivamente ocupando el mismo lugar, alejada apenas unos milímetros desde la última  vez que mis dedos la tocaron. Es curioso, su cuerpo frío me recordaba a Octavio. ¡Que tonta soy! Pasé buena parte de la noche, pese a todo, pensando si se habría calentado bien los tallarines. La comida no le gusta si no está ardiendo y le quema en la punta de la lengua al llevarla a la boca. Manías ya de viejo. Creo que está envejeciendo. Tal vez yo también lo esté haciendo tan deprisa como él. Por dios ¿cuándo dejaré de ser tan necia en todo cuanto nos concierne a ambos? – recuerdo que pensé en medio del dolor.

Hubo muchos dimes y diretes por aquel entonces en torno a mi persona. Todos tenían una opinión, un consejo, un modo diferente de abordar los problemas cotidianos en cuestiones de pareja y yo no sabía cómo decirles que agradecía sus desvelos y que su opinión sencillamente me la traía al pairo. Que se trataba de mí y no de ellos, que era mi vida la que estaban manoseando y que no iba a dejarles que lo hicieran. En cierto modo me resultaba conmovedora toda aquella preocupación, pero era a la vez asfixiante. Me dejaba exhausta escuchar tanta palabrería, sospechar tanto runrún a mis espaldas, descubrir por segundos  miradas compasivas que no necesitaba.

Para ellos era nuevo todo aquello, para mí llovía sobre papel mojado. Nada era diferente. Nada había cambiado. No hubo un detonante ni un cataclismo que llegara para barrerlo todo. No hubo nada de eso. Solo cansancio. Un cansancio agotador que no me había dado ni un segundo de tregua en mucho, mucho tiempo y que se había vuelto lacerante en el último año. Llegué a detestar a Octavio. Pese a aquella ternura que aún me brotaba había ido adquiriendo con el tiempo un rencor soterrado que en los últimos meses apenas podía contener. A veces sentía ganas de arrojárselo a la cara. Nunca lo hice. Siempre temí hacerle daño. Bajo esta aparente calma que el mundo presume en mi persona hay un mar profundo, una fosa abisal llena de oquedades que solo yo conozco. Solo yo conozco mis demonios y mis zonas de peligro. Me fui porque no me quedaba otro remedio si quería salvarme. El rencor acaba por pasar una factura demasiado elevada a quien lo siente y en mí había llegado a alcanzar cotas elevadas de peligro. Y no crean que en ningún momento llegó a ser Octavio mi objetivo. Siempre, para mi bochorno y mi desdoro, fui yo.

Llegué a detestarme por seguirle el juego y caer en la trampa. Casi siempre me perdía en los caprichos e inexactitudes de su relato y yo, que al principio creí cuanto decía, acabé por aceptarlo todo sin cuestionar sus argumentos por estúpidos que los supiera. A menudo me he preguntado las razones por las que he perdido mi tiempo y mi vida a su lado. Llevo años haciéndome la misma pregunta. Mi respuesta era siempre inequívoca y rotunda, le amaba.  ¡Y una mierda el amor! Disculpen la vulgaridad, pero ahora lo sé. Lo aprendí con una claridad tan rotunda que hoy me sonroja. Cuanta patraña. Cuan sacrosanta esa palabra mentirosa que te obliga a aceptar, en demasiadas ocasiones, una existencia miserable. Pero ya no hay rencor. La vida se recoloca y punto, solo necesita agallas y añadirle ganas. Y yo cerré mis ojos y mis oídos a cuanto sucedió en los meses que siguieron a aquella noche.  Los cerré de forma consciente para que nada distorsionara mi hoja de ruta. Lamí mis heridas y sané al fin. Hoy podría sentarme al lado de Octavio y mirarle con afecto nuevo. El me esperó, pero no, yo no volví. Jamás volví.