La democracia, ese régimen político, jurídico y social, como lo concibieron los antiguos griegos, en el que pueblo es soberano, está en crisis. Por su deriva decadente, y acaso por su inocencia, ha sido objeto de múltiples y variados intentos de ataques, tergiversaciones y manipulaciones. Tiene, por tanto, muchos enemigos. La gallina de los huevos de oro de la democracia ha tenido una miríada de tentativas de asesinatos. Cada época genera nuevos enemigos, y por ende, amerita nuevos desafíos, que ha de enfrentar. Antes fueron las dictaduras militares y los totalitarismos de izquierdas y de derechas (comunismo, fascismo o nazismo), en Latinoamérica y en el resto de las democracias occidentales, quienes la pusieron en vilo, por parte de caudillos, dictadores, tiranos o líderes mesiánicos. Hoy son los populismos de derechas o de izquierdas con retóricas demagógicas y disruptivas. Y más modernamente, las nuevas tecnologías, que atentan –o intentan– variar la voluntad popular, expresada en las urnas, con el voto electrónico (o el conteo), o en las campañas de fakes news, en la era de la posverdad. Ni el feudalismo ni el esclavismo ni el capitalismo han podido defenestrarla. Ni la Antigüedad ni el Medioevo ni la Modernidad lograron destruirla. Acaso porque no es un sistema sino un régimen o forma de gobierno. Quizás es un estilo de vida social y ético, una forma cultural de convivencia, un carácter natural –o ethos— de los pueblos o un mecanismo social que evita que nos entrematemos entre sí. O una vía armoniosa de vivir en libertad, en comunidad, en sociedad, en solidaridad y en paz. Siempre ha sobrevivido; no es perfecta, pero es la menos mala de las modalidades de gobierno, pese a sus defectos y debilidades (injusticia social, desigualdades, iniquidades, marginalidad, pobreza, privilegios, leyes incumplidas, normas irrespetadas, libertad como libertinaje, decretos y reformas inaplicadas…). Empero, no son males intrínsecos a la democracia sino al capitalismo, que es feroz y salvaje, pero son defectos que la democracia es incapaz de corregirlos. Acaso porque son producto de la naturaleza humana y de la vida social, desde el nacimiento de las clases sociales, que trajo a la vez sus desigualdades. Por tanto, es una expresión del tránsito del primitivismo gregario, bárbaro y salvaje al modo esclavista o feudal, y de las desigualdades que autogeneraron. En consecuencia, es injusto pedirle peras al olmo de la democracia, pues no puede ofrecer lo que no posee ni es una panacea para el mundo. La democracia, como toda forma de gobierno o sistema social, es una utopía, una ilusión de perfección.
Una de sus virtudes o normas es que permite la celebración de elecciones –siempre que sean libres–, que se respete la voluntad popular, que las minorías se subordinen a las mayorías, y que haya libertad de expresión. Es decir, respeto a los derechos humanos, a las libertades individuales y demás conquistas de la Ilustración, el Enciclopedismo y el Humanismo de la Era moderna, y también de los ideales de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad).
Los partidos políticos y sus líderes, desde la oposición, demandan siempre democracia, elecciones libres, libertad, progreso, justicia social, bienestar para el pueblo –que son algunas de sus consignas. Pero, una vez conquistan el poder, administran el Estado y establecen un gobierno –por el que tanto lucharon y anhelaron–, violan a menudo todas las normas, los principios y las leyes que le permitieron arribar al poder, y desde el mismo, hacer fraude, manipular la opinión pública y la voluntad popular, siempre en nombre del pueblo. Por tanto, el pueblo siempre será el objeto de la demagogia y el clientelismo intrínsecos, rasgos que caracterizan la democracia, así como del chantaje psicológico y la seducción ideológica. Desde un poder autoritario asesinan, deportan, persiguen y apresan a sus adversarios políticos, siempre en nombre del pueblo, como un mecanismo de atornillarse –o perpetuarse– en el poder y de aferrarse a sus tentáculos. Muchas revoluciones armadas, de carácter socialista, empezaron disfrazadas con la máscara democrática, y, al conquistar el poder, se transformaron en dictaduras abyectas, férreas, viles y sanguinarias, sin celebración de elecciones, las cuales eliminaron. De la democracia, acaso los mayores beneficiarios son los escritores, los artistas y los intelectuales; en cambio, las dictaduras militares y los regímenes totalitarios han sido sus grandes verdugos. Desde las tiranías y las monarquías antiguas y medievales hasta la Era moderna, con el despotismo ilustrado, el fascismo, el nazismo, el maoísmo o el estalinismo, y aun sus herederos –como el castrismo o el neo castrismo, el orteguismo o el chavismo- madurismo–, las democracias occidentales y latinoamericanas han sido erosionadas por la espada, la censura, la cárcel, la autocensura, la persecución ideológica y política, el exilio, la deportación, la delación o el asesinato. El camino de la democracia ha sido, pues, de rosa y de espinas, de sangre y de lágrimas. Los padres y apóstoles que abonaron con sangre, con muerte o con ideas el proceso de perfección de su ejercicio en el tiempo, han padecido sacrificios, prisiones, ostracismos y la cooptación de sus ideas y posturas intelectuales.
La democracia la enriquecen los intelectuales con independencia ideológica y política, en el debate de las ideas, y la empobrecen los políticos, los caudillos, los estadistas y los gobernantes, con manipulaciones, autoritarismos y cantos de sirena demagógicos y falaces. Las ilusiones y los deberes de la democracia, que en el pasado clásico eran las utopías del porvenir, hoy han sido manipuladas por las ferocidades y las ambiciones irracionales de los mercenarios de la política y los traficantes de la opinión pública. La democracia, en efecto, resplandece y florece en épocas de alternabilidad de los mandos y se empobrece con la compra de votos, el robo de urnas y la compra de la identidad electoral. Cuando se compra la conciencia de los votantes, se vende la voluntad de elección, la democracia se debilita y erosiona, se descompone y prostituye. Cuando se desvía el dinero para la inversión en salud, educación y cultura, y se destina a propaganda sucia, publicidad retorcida, campañas espurias y marketing comunicacional es como tirarles libros a los cerdos para que los destruyan. O cuando se cooptan conciencias con una retórica filistea, mendaz y falaz para tergiversar la realidad o manipular las mentalidades débiles de los ignorantes (una de las debilidades de la democracia es que el voto del analfabeto vale lo mismo que el del letrado; el que lo vende para comprar drogas o por un pan y el que es insobornable).
El poeta y novelista Álvaro Mutis, afirmaba, que prefería las monarquías a las democracias, pues en aquellas no hay elecciones y nadie más se enriquece sino los reyes, duques o príncipes. Y nadie dilapida su tiempo en hacer política, ni existen los profesionales (o vividores) de la política. Además, porque creía que la igualdad y la libertad eran ilusiones demagógicas. Borges decía, que la democracia le producía pereza: terminó abrazado a las dictaduras, y pasó de ser anarquista, en su juventud, a aborrecer la democracia. “La democracia es una superstición, basada en la estadística. Toda la gente no entiende de política, como no podemos entender todos de retórica, de psicología o de algebra”, dijo Borges en 1976, a los periodistas de El País, en Madrid.
Buena parte de los gobiernos más despóticos y tiránicos enarbolaron la consigna democrática de sus campañas desde la oposición. Demandaron más democracia, derechos, libertad y elecciones libres, y desde su triunfo en las urnas, asumieron poses dictatoriales, la perpetuación en el poder, la reelección indefinida o la eliminación de los partidos de oposición o de sus candidatos (Nicolás Maduro, Putin o Daniel Ortega). Los izquierdistas y socialistas, de nuevo cuño, son artífices exigiendo elecciones libres y respeto a la constitución y a las leyes pero desde la oposición. Son malabaristas o enemigos de los procesos democráticos y de la libertad popular, cuando detentan el poder. Lo contaminan, coartan las decisiones judiciales, enmascaran los alcances del poder ejecutivo: la democracia se transforma en demagogia con rostro popular –o más bien, con rostro populista. Se apoderan del poder judicial para judicializar la política y perseguir todo atisbo de democracia y de reivindicación social. Eliminan con subterfugios o mamotretos judiciales, a la oposición y sus líderes para perpetuarse espuriamente en el poder, con expedientes fantasmas y mentiras premeditadas (Daniel Ortega y Nicolás Maduro son los más siniestros y canallas artífices de este estilo dictatorial). Y con las más vulgares tretas y artificios extrajurídicos descalifican candidatos y aniquilan los liderazgos populares.
Muchos han adjurado de la democracia y otros dejaron de creer en ella: la ultrajaron, humillaron y violaron, en su esencia, origen y naturaleza. Algunos ha asumido la democracia como arte o ética y pecaron de ingenuidad: pagaron a crédito el precio del honor, la verdad, la razón y la honestidad.
Uno de los riesgos de todo régimen democrático es su deriva autoritaria en que puede conducir el ejercicio prolongado y despótico del poder, y la capacidad de seducción, fascinación y atracción, que ejerce sobre los gobernantes. También, el miedo a la soledad que entraña el abandono del poder, el temor a la persecución política posterior o al baño de mugre a la obra del gobierno saliente por parte de los continuadores o sucesores. El tiempo dilatado del poder, desde el punto de vista de su ejercicio, desgasta, degrada y empobrece: se vuelve de Estado seductor a Estado corruptor, pues se corrompe y desnaturaliza, desde la altura de mando de la pirámide jurídico-política. Entra en crisis, y puede convertirse, si sobre todo la ejerce un mismo partido, sin alternabilidad, en una dictadura de partido. El secreto del PRI en México, y la explicación de su dinastía de más de siete décadas en el poder, residía en que no existe la reelección. A este fenómeno peculiar de la política latinoamericana, Mario Vargas Llosa lo llamó, la “dictadura perfecta”, la “dictadura camuflada”, no de un hombre sino de un partido, lo cual provocó la ira de Octavio Paz en un debate realizado en México, en 1990, titulado El siglo XX: la experiencia de la libertad.
Otro de los enemigos de los tantos de la inocente democracia política es la soberbia y la ambición de poder de los gobernantes. La democracia tiene un oxígeno: la realización de elecciones libres y plurales, en un periodo de tiempo determinado. De lo contrario, se anquilosa, prostituye y socava, en sus simientes y filosofía política originaria. Tiene un alimento: la participación popular. No la abstención ni la indiferencia, sino el entusiasmo, el espíritu de cuerpo y la vehemencia de los votantes. Y se logra siempre que haya estímulos y garantías constitucionales, transparencia, seguridad y respeto a la voluntad popular. La mística de que votar no es botar el voto, y de que es un deber ciudadano y un derecho constitucional, se ha ido borrando, como en la época de auge de la efervescencia comunista, cuyos militantes preferían las armas a los votos, la revolución a las elecciones (“Las elecciones no son la solución, la solución es la revolución”, gritaban).
La democracia la odian los militares, los comunistas, los anarquistas, los izquierdistas, los populistas, los neo-populistas y los fascistas. De modo que tiene muchos enemigos históricos: la odian los amantes de la fuerza, la violencia y la censura; la aman los liberales y los demócratas. Los golpes de Estado abren heridas a la democracia que, muchas veces, nunca se curan ni se cierran. Otras veces, las heridas provienen de la coacción, la inducción psicológica, el boicot ideológico o las tentativas fraudulentas de los gobiernos, que conduce, a su vez, a la pérdida de la credibilidad y a la desconfianza de los votantes, que se alejan o se abstienen de volver a votar. La democracia se alimenta con el concurso de la mayoría, no con el concurso de la minoría. El progreso y el bienestar han de ser obra de la mayoría y del fervor de las masas. Si se conculca la voluntad o se cercena el deseo de la mayoría, se abren las puertas de la oscuridad, del reino de la sombra y del pesimismo. Se contamina el presente y se ensucia el camino del futuro. El destino de una Nación y el sentimiento popular podrían empañarse con el carnaval de la ambición, la narco política y el baile de máscara de la corrupción de las clases gobernantes, cuya ascensión o prolongación en el poder, posee la atracción seductora de la tentación totalitaria. Manipular la voluntad popular también es un ejercicio corruptor del poder, pues es matar la espontaneidad, el libre albedrío y la decisión individual, y aun el gusto por un candidato de un partido determinado. Las consecuencias del uso espurio del deseo popular pueden allanar el camino del odio y la violencia, y sembrar el pesimismo colectivo. Como también asesinar los sueños y las ilusiones de los primeros votantes o de los candidatos emergentes del relevo generacional. Gobernar pues en el siglo XXI implica no solo practicar las artes de conquistar el poder y sostenerlo, sino de lograr el equilibrio democrático de los poderes, y evitar que la población pierda la fe en los políticos, en la clase política, en sus gobernantes y en sus líderes. Con Moisés Naim aprendimos que el poder es líquido: que así de fácil como se alcanza, así se pierde. A menudo, muchas prácticas políticas, que corresponden al ritual cotidiano de sus usos y costumbres, pueden empobrecer su discurso, su retórica y su lenguaje. O contaminar la razón política y el debate político de las ideas, en el ejercicio de la libertad y el pleno derecho jurídico.