Entre el 6 y 10 de junio del presente mes, se celebrará en Los Ángeles, California, ciudad que tiene la mayor comunidad hispana de los Estados Unidos, la novena edición de la Cumbre de las Américas. Como vemos, este año el país anfitrión será Estados Unidos, que también albergó el primer encuentro que tuvo lugar en Miami en 1994. El último tuvo lugar en Lima en 2018, precedido por el de la ciudad de Panamá en 2015. En total se han celebrado ocho cumbres ordinarias y dos extraordinarias. Se trata de un acercamiento que realizan de manera periódica (cada 3 o 4 años), los líderes políticos del continente, para debatir y definir acciones frente a problemas y desafíos compartidos por la región y avanzar en la integración. En los hechos, no obstante, no siempre han estado presentes todos los líderes del continente, ya sea porque no asisten o porque no son invitados. A la última edición que se celebró en Perú en 2018, no asistieron los entonces presidentes Donald Trump y Raúl Castro, y no fue invitado el venezolano Nicolás Maduro. Para ésta no han sido invitadas Venezuela y Nicaragua. Cada cumbre cuenta con un lema en el que se postulan los temas que estarán en el centro de las conversaciones, el cual, para esta edición, será: “Construyendo un futuro sostenible, resiliente y equitativo”. Cada lema es el resultado de las prioridades y preocupaciones que han compartido diferentes actores de todo el continente.
La Cumbre de las Américas, es la reunión de más alto nivel en el hemisferio occidental. Es la única donde todos los jefes de Estado y de Gobierno de las Américas, elegidos democráticamente, debaten en torno a los asuntos comunes, afirman sus valores compartidos y se comprometen a tomar acciones concertadas a nivel nacional y regional. Por lo tanto, más que una simple reunión, la Cumbre de las Américas es un proceso que involucra a varias instancias: Los gobiernos de la región, algunas organizaciones internacionales e instituciones financieras, los organismos del sistema interamericano y los actores sociales. Todos ellos trabajan en la implementación de los mandatos emanados de las Cumbres, con el fin de garantizar que sus resultados se hagan realidad y prevalezcan.
El proceso debutó en 1994 cuando el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, logró reunir a los 34 países americanos en Miami, Florida, en la Primera Cumbre de las Américas. Ahora bien, para poder comprender la importancia de ese evento, resulta imprescindible tener presente el contexto en que se realizó. Por un lado, debemos considerar que, a nivel hemisférico, la OEA había adquirido una verdadera proyección panamericana desde que en 1991 se adhirieron los países que aún no formaban parte de la Organización: Belice y Guyana. Por otro lado, a nivel global, el mundo se reorganizaba en función de la única superpotencia, en cabeza de EE.UU., en lo que se llamó el momento unipolar, luego de la caída del Bloque Soviético. El fin de la amenaza comunista trajo consigo un relajamiento de la presencia norteamericana en el resto del continente, la denominada “indiferencia benigna”, contribuyendo a la liberalización económica y política de la región.
Esa convergencia llevó a que los hacedores de la política de EE.UU. percibieran que existía una comunidad de valores a nivel hemisférico: un convencimiento sobre los beneficios de la economía de mercado, del sistema de democracia representativa y la interrelación entre ellos. El correlato de esa percepción se tradujo en la iniciativa del proceso de Cumbres. En efecto, el documento final de la Primera Cumbre de las Américas, con el lema, “Pacto para el Desarrollo y la Prosperidad: Democracia, Libre Comercio y Desarrollo Sostenible en las Américas”, es una muestra de ese consenso hemisférico. Desde ese primer encuentro, puede verse que en cada encuentro la lógica de Seguridad, omnipresente desde la constitución de la OEA hasta la caída del muro, va siendo reemplazada por la lógica de primacía de la Democracia y la Economía.