En la República Dominicana de hoy desventuradamente no existen políticas públicas pertinentes y eficaces en materia de arte y cultura. Y mal podrían existir porque las políticas culturales del Estado desde hace tiempo están maleadas por el clientelismo político. Esta práctica, profundamente arraigada en la sociedad dominicana, todo lo impregna, todo lo daña y todo lo pervierte.

 

En menos de tres años de gobierno del Partido Revolucionario Moderno (PRM), las dos gestiones al frente del Ministerio de Cultura han heredado y acrecentado todos los viciosos “ismos” del pasado y aun creado nuevos: nepotismo, burocratismo, despotismo, sectarismo intolerante… A ello hay que sumarle otros males notorios: falta de visión, pobre ejecución, ineptitud, improvisación, desaciertos, escándalos. El más escandaloso de estos males ha sido la política de cancelación arbitraria de empleados y colaboradores de alto nivel, de conocido perfil y de vasta experiencia en el campo cultural. Esta política se ha vuelto ya institucional. El eufemismo con que se ha pretendido adornarla es una palabra menos innoble: “desvinculación”.

 

En el Ministerio de Cultura se ha llevado a cabo una verdadera purga de intelectuales, escritores, artistas y gestores culturales que apoyaron al PRM, de otros de diversa afiliación política, y aun de independientes. A diferencia de las purgas practicadas por las dictaduras, esta purga en democracia es de otro signo: no es política ni ideológica (los burócratas culturales no tienen ideología política, solo intereses propios), sino puramente sectaria. Se trata de una “limpieza” antojadiza y caprichosa de personas percibidas como “desafectas”, movida por la infamia, instigada por funcionarios y viceministros que aborrecen profundamente la cultura de la tolerancia, autorizada por la ministra de turno y enfilada contra todo aquello que huela, así sea de lejos, a lo que una vez se llamó Frente Cultural.

 

Los “desafectos” afectados no han sido pocos. Algunos forman parte de lo mejor de la intelectualidad dominicana. Cuando uno lee la lista de los “desvinculados” no puede impedir sonrojarse de estupor e indignación. ¿Cómo es posible que el Ministerio de Cultura haya cancelado arbitrariamente como asesor a un intelectual de la talla de Odalís Pérez, un auténtico humanista de la cultura, después de haberle brindado todo su apoyo público al presidente Luis Abinader? ¿Cómo se puede prescindir de la capacidad y el servicio de este hombre que ha dedicado su vida entera al estudio, la enseñanza y la divulgación de la cultura nacional? ¿Acaso un ministerio que realmente se respete puede permitirse maltratar a una persona así? ¿Puede despedir sin más a toda esa gente valiosa? Es entonces cuando uno se pregunta: ¿De qué sirve en este país comprometerse en un proyecto electoral y apoyar un cambio de gobierno si, una vez llegados al poder, los políticos y sus acólitos te usan y te desechan a su antojo?

Sería prolijo mencionar ahora a tantos otros nombres cancelados por Cultura, a muchos de los cuales conozco. La purga llevada a cabo allí no es solo un episodio infame de maltrato y atropello a buena parte del sector cultural y creativo. Es también un acto de torpeza política sin precedentes en la historia cultural del país, cuyo responsable último es el primer mandatario. Una cosa sí me parece cierta: es más que dudoso, prácticamente improbable que, después de haber sido humillados y ofendidos, los cancelados por Cultura tengan la intención de volver a darle su voto al presidente Abinader en sus afanes reeleccionistas. Los errores políticos se pagan con creces.

Todo es engaño y simulación, impostura y farsa. ¿De qué vale invitar a la intelectualidad nacional a visitar el Palacio Nacional? ¿Qué importa que el presidente reciba en palacio a un puñado de escritores y se tome fotos con ellos? ¿Acaso se puede tomar esto por un gesto sincero, por indicio seguro de su parte de un cambio de rumbo en lo cultural? Los escritores que se morían por acudir a aquella cita palaciega con el presidente solo fueron usados para fines de publicidad política. Se dejaron usar y no lograron nada: ni mayor aprecio, ni mayor respeto, ni mayor espacio en la sociedad. Deberían saberlo bien: el coqueteo con el poder no es garantía de nada.

El malestar en la cultura es profundo y no nuevo, pero sí cada vez mayor. No existe verdadera voluntad política de cambio. Esta gestión ministerial, errática y excluyente, ha desalojado a las personas más capaces y honestas, y a las mejor dotadas de visión y experiencia de gestión, justamente aquellas que sí podrían contribuir a implementar las políticas culturales pertinentes, eficaces y modernas que la sociedad y la época demandan. Ensañadas contra ellas, las nuevas autoridades siguen practicando una política institucional de exclusión y cancelaciones arbitrarias que, tarde o temprano, se les revertirá en su contra.

Una vez más, en el país del eterno retorno de lo mismo, se ha impuesto el cinismo político: la razón cínica del Estado dominicano, administrado por el gobierno de un partido sin sentido común del presente y sin visión de futuro. Afuereada y asqueroseada su intelligentsia, Cultura es hoy un ministerio opaco y sombrío, un páramo intelectual, un barco a la deriva, un desastre aparatoso. El reino del simulacro y del desdén. No es ese nuestro reino. Por eso, lo único decente que se puede hacer es pasar a la disidencia. Proclamarse disidente. Disentir: decirle NO al poder que aplasta al sujeto.