A la 1:00 de la madrugada los calderos de aluminio sonaban y sonaban contra la meseta de su cocina. El ruido de los escobazos atravesaba la calle y llegaba hasta mi casa. Siempre me preguntaba por qué esa vecina hacía tanto ruido. ¿No le gustará dormir?, pensaba. Ya adolescente entendí que, como la mayoría de la gente, ella también quería descansar. Pero el trabajo de atender a un marido y a media docena de muchachos; y la idea de que la valía de una buena mujer se mide, en parte, por la pulcritud de su casa, no se lo permitían. Y sí, su casa siempre estaba muy ordenada y limpia.
Corría la década de 1990 en Tamayo, y muchos vivíamos en casas de madera que ahora recuerdo como viviendas encantadoras, con patios sembrados con árboles frutales (ya saben, romantizamos el pasado). En mi calle vivía y aún vive gente de clase trabajadora: nadie es rica, ni de clase media ni demasiado pobre. Se trabajaba y se trabaja duro. Como en el resto del pueblo, en cada familia hubo emigrantes a España, Estados Unidos, a la capital o a otras islas del Caribe. Con el dinero que enviaban los inmigrantes (mujeres y hombres) se reconstruyeron varias casas: de madera se pasó al cemento y a los blocks.
Mientras las casas cambiaban, y se alteraban las dinámicas familiares por la emigración, la vida de muchas mujeres que permanecían en el pueblo seguía más o menos igual. Atrapadas en el trabajo sin descanso de mantener a la familia alimentada y la casa muy limpia. Mi vecina llegó a la década del 2000 con su ruido de calderos en la meseta y la casa impecable. Su sazón es uno de los mejores del mundo. Gente de pueblo al fin, las mujeres compartían, y aún comparten, la comida y se ayudan a cuidar a sus familias. Así que a mi casa también llegaban sus platos.
¿Y a ellas quién las cuida cuando se enferman? Casi siempre otras mujeres, por lo regular, hijas, hermanas, sobrinas, tías, vecinas o trabajadoras del hogar, si se lo pueden permitir. Décadas van, décadas vienen y la cultura de delegar en las mujeres casi todas las tareas de cuidado sigue intacta. “Las mujeres dominicanas, en promedio, están dedicando 31.2 horas a la semana a trabajo no remunerado; en cambio los hombres solo trabajan 9.6 horas en labores no remuneradas (Gráfico 3). La diferencia de 21.6 horas es una evidencia de las grandes desigualdades de género, en desventaja para las mujeres, en el desempeño de tareas que se realizan sin paga y sin reconocimiento social”, se indica en el informe “Trabajo No Remunerado en República Dominicana: un análisis a partir de los datos del Módulo del Uso del Tiempo de la ENHOGAR 2016”.
No crean que solo recuerdo a las vecinas. Recuerdo también a los vecinos (hombres), sus aportes, su trabajo duro. El marido de mi vecina, la señora que hacía mucho ruido en las madrugadas, se iba a dormir temprano, a las 10:00 de la noche. Era un hombre muy trabajador, madrugaba, ponía a parir la tierra en duras jornadas para mantener a su familia, y luego, en las tardes leía el periódico, escuchaba la radio, hablaba de política con sus amigos y recibía las atenciones de su esposa (comida, ropa limpia), salía a pasear o tomaba un trago. Y se preocupaba por los demás, era miembro de un partido.
Siempre reconocimos que el vecino era un hombre tan trabajador, tan honesto… y aunque no pudo terminar el bachillerato, por la pobreza de su familia de origen, se preocupaba por aprender, por comprender el mundo. Sí, admiraba al vecino, era como un tío interesante con el que daba gusto conversar.
La vecina casi nunca salía a pasear, ¿con qué tiempo? Su mundo se limitaba a su casa y a la calle en la que vivía, a menos que tuviera que ir a otro pueblo a cuidar algún pariente o a consolar a alguien en un velorio. Y no leía el periódico como su esposo, apenas podía sacar un poco de tiempo para conversar con las amigas más cercanas de vez en vez. Su mundo era cuidar, y ahora, ya mayor, es cuidada por las hijas, lejos de la casa en la que las crio.
Cuando visito mi pueblo, ya no escucho sus ruidos en la madrugada, pero cada vez la recuerdo y admiro más. Antes solía extrañar más las conversaciones del vecino, su esposo, un hombre ciertamente admirable, que a veces me prestaba el periódico. Ella hacía posible que él tuviera tiempo y energía para trabajar y mantener a su familia, para expandir sus horizontes y ganas de saber. Ella lo cuidaba.
También cuidaba y animaba a los hijos a estudiar, a ser honestos, y a las hijas a tener una profesión, un oficio, una vida que les permitiera abrir las alas más allá de la casa. Y lo logró, en buena medida, ellas abrieron las alas, aunque eso quizás no las salve de llevar la mayor carga de los cuidados en sus propios hogares, esa pelea ahora es nuestra. Así que gracias doña, vecina ruidosa. El trabajo suyo ha sido valioso, construyó comunidad, también hizo política, a su manera, y es usted una mujer muy interesante. Misión cumplida. Espero que ahora saque tiempo para divertirse.
*La Canoa Púrpura es la columna de Libertarias, espacio sobre mujeres, derechos, feminismos y nuevas masculinidades que se transmite en La República Radio, por La Nota.