Ese Estado, en la actualidad de la sociedad dominicana, deja al descubierto `la´ gran deficiencia de su formación y constitución política, pues las leyes, a modo de luz roja en el semáforo, son para que las cumplan los demás y no uno sin control. Su nominalismo formal es legendario. Se dice república, pero el poder del pueblo no se encuentra balanceado institucionalmente entre poderes autónomos como lo son el Ejecutivo, el Legislativo, el Judicial, el municipal y el de auditoría, de modo a evitar los excesos de quien lo represente y abuse de él.

Dado el círculo social dominicano, el abuso y la concentración de poder, la cuadratura estatal esconde mucho más que lo significado por el carguito indispensable para descubrir quién es Mundito. El poder ha demostrado ser un gran afrodisíaco durante toda la historia sociopolítica dominicana. Corrompe y, en dosis absolutas, destruye cualquier formación institucional de corte republicana en manos del `jefecillo´, `dictatorzuelo´ o Tirano Banderas de turno. Ni el espíritu de las leyes, ni sus letras muertas, pueden hacer las veces de racionalidad objetiva y de cumplimiento universal, tal y como se espera de alguna sociedad moderna o contemporánea. Su distintivo verdadero no deja de ser la ineficiencia para conducirse por el imperio o la universalidad de la ley bajo la cual todos -no solo los más iguales y los menos privilegiados- tienen que comportarse.

Ese es el caso por antonomasia del Estado dominicano, por supuesto, hasta prueba de lo contrario. Un ejemplo relativo a su desempeño ineficiente, en función del bienestar de la población, sobresale en el del dominio económico. Pero atención; la cuestión no es que el modo de producción tildado de capitalista, -el mismo en el que opera el Estado dominicano luego de la introducción de la agroindustria de plantaciones azucareras a finales del siglo decimonónico, en el país- sea intrínsecamente beneficioso o malévolo. Lo que está en veremos es su (in)capacidad de regulación. En otras palabras, se trata de que el ejercicio gubernamental no sea regulado por prepotentes actores económicos que, por razones e intereses exclusivamente particulares, operan en detrimento del bien común y de las presuntas equidad y justicia sociales que son las que dotan de legitimidad al sistema legal del país.

A ese propósito, ha de ser recordado que, asumida la acumulación primitiva, el modelo capitalista se centró en la industria y la innovación, al igual que en el empoderamiento de una burguesía asentada en valores como la austeridad y el ahorro, radicalmente ajenos al consumismo ulterior. Así, enriqueció a aquella clase social, al tiempo que la innovación tecnológica sustentó el crecimiento económico, a no confundir con la distribución del ingreso. El modelo se transformó, grosso modo,- cuando desde el poder estatal irrumpió el `neo´liberalismo de gobiernos como los del presidente Ronald Reagan, en EE.UU., y la primera ministra, Margaret Thatcher, en el Reino Unido. A partir de entonces, la productividad del trabajo dejó atrás al salario real y la desigualdad social inició su vertiginoso ascenso. Al mejor decir de los entendidos en la materia, la evolución económica continúa y ahora lo esencial es la especulación en los mercados financieros.

Desde aquel tiempo, al Estado político se le atribuye, cumpla o no con esta tarea, la función de observador y, de ser necesario, regulador de las imperfecciones del mercado. En teoría, el actor principal es la competencia -entre desiguales. Y, por ende, dada la ascendencia y el poder real que ejercen notables actores económicos, desde dentro y fuera del país, las desigualdades sociales y de oportunidades se traducen en crecientes niveles de injustas desigualdades e inequidades. La mentada proximidad de amos y esclavos en las hamacas de los hatos dominicanos, es cuestión, cuando menos, del pasado.

En resumen, el nuevo mundo dominicano, -regenteado por sus mercados oligopólicos cerrados y consuetudinariamente mal regulados, amén de su consuetudinaria práctica clientelar en cualquier relación social- es ley, batuta y constitución en el país. En él, los estamentos de poder económico buscan incidir y dominar las políticas públicas, esas que no necesariamente los reglamentan, al mismo tiempo que procuran representación y poder de decisión en todos los ámbitos de incidencia de un Estado político en el que las dádivas y el populismo vician el libre ejercicio de la voluntad popular.

Pero, ¿cómo superar tanta realidad? Tal y como preguntaba al inicio, ¿es posible lo imposible?, ¿diluir la real cuadratura dominicana? La respuesta es unívoca, sí. Posible, mas no por ello de manera fácil y expedita.